Tiene narices recuperar esta sección después de un mes de ausencia estival y elegir una canción de hace treinta años, pero cuento con un par de excusas: en vacaciones he escuchado poquísima música nueva, en una especie de depuración mental (bueno, en realidad ha sido porque no me ha quedado otro remedio), y llevo buena parte de la semana repasando a los australianos Scientists, sobre los que he publicado una cosita en la revista musical para suscriptores. A mí los Scientists me han gustado siempre, pero hasta ahora no había llegado a hacerme una idea clara de su discografía, un poco enrevesada y confusa: parece que, en buena medida, eso se debe a que una compañía se dedicaba a contraprogramarlos, relanzando material viejo cada vez que ellos publicaban algo nuevo. Ahora, el sello de reediciones Numero Group ha sacado al mercado una bonita caja de cuatro cedés que recopila su material de estudio junto a una selección de cortes en directo. Se titula A Place Called Bad y supongo que costará un pastizal (a ver, cuarenta y cuatro euros en Amazon), pero la tienen toda ordenadita en Spotify.
Los Scientists protagonizaron una de las evoluciones más interesantes de la época, porque empezaron con un power pop efervescente y vitalista (ahí están las inmediatísimas Frantic Romantic y Last Night) pero muy pronto cambiaron como si se hubiesen caído al fondo de un pozo: su estilo se volvió amenazador, obsesivo, mórbido, rabiosamente oscuro, sobre unas bases rítmicas que a menudo coqueteaban con lo industrial. Mis piezas favoritas de su producción son el minielepé Blood Red River, de 1983, con seis canciones como seis soles negros, y los asombrosos sencillos que sacaron por aquella época, con himnos como Swampland o We Had Love. Pero, como siempre tiro de las mismas, hoy he decidido que sería buen plan prolongar mis vacaciones en la playa del infierno.