
Con los años uno se va dando cuenta de que tiene una debilidad incurable por ciertos planteamientos musicales. Podemos tratar de envolverlo en farfolla teórica y pomposa, pero hay combinaciones de ingredientes que simplemente derriban todas nuestras defensas y nos disparan el deseo de volver a escuchar una canción. Y a mí no me suele fallar lo que podríamos llamar kraut juguetón, o quizá simplemente krautpop, es decir, la suma de elementos tomados del rock progresivo alemán de los 70, sobre todo en su vertiente más electrónica, con una actitud amigable, melódica, concisa, quizá un poco naíf. En nuestros protagonistas, ese ramalazo germánico no podía estar más expuesto. Caramba, se llaman Kling Klang, como los míticos estudios de Kraftwerk, uno de los centros de mayor poder místico de la historia de la música.
Kling Klang proceden de Liverpool y tienen una larga y accidentada carrera, porque empezaron allá por finales del siglo pasado. Pueden presumir del pedigrí de sus protectores, ya que los fueron cobijando bajo el ala grandes nombres como OMD, Mogwai o Portishead, nada menos. Claro que también pueden chulearse de enemigos temibles: en determinado momento, recibieron una cartita de Kraftwerk, o de sus abogados, diciéndoles que ya les valía de andar por ahí con ese nombre que habían robado con tanta desfachatez. Desaparecieron del mapa un par de veces, pero aquí están y se siguen llamando igual: acaban de lanzar su segundo álbum, Half Life (hay que tener en cuenta que el primero, recientemente reeditado, data de 2006) y siguen bordando lo que ellos describen como «destilaciones del espacio interior interpretadas con sintetizadores primitivos, batería y actitud». El disco, mayormente instrumental, abarca desde pasajes que pueden recordar al punk a la vez garajero y electrónico de The Screamers hasta otros que remiten al minimalismo de la electroacústica antañona, pasando por algunos de abigarramiento instrumental más progresivo, pero ya se habrán enterado de que a mí me priva lo juguetón, y ahí brilla el tema que da título al álbum, el último del lote, su canción más propiamente dicha.