Seguro que muchos conocéis ya al multiinstrumentista y productor británico Nick Frater, un orfebre del rock que va por su duodécimo álbum, y habéis disfrutado en incontables ocasiones de esa artesanía suya tan atenta al detalle. Pues bien, yo no, no lo conocía ni de nombre hasta que me he topado con este disco (sí, el duodécimo o decimosegundo) que me ha envuelto en su rollo. Para mí estas cosas resultan un poco difíciles, porque estamos ante un individuo de evidente buen gusto, enamorado de las cosas bien hechas y de los detalles bonitos del pop-rock clásico, y todo eso para mí suele funcionar como una descomunal red flag que flamea ante mi jeta descreída. Pero aquí estoy, coreando ese estribillo ideal de My Heart’s In Stereo como si me hubiese criado con una dieta de primoroso power pop.

El hermano Frater se describe a sí mismo como habitante en «una tierra de sofisticado pop de los 60 y los 70» y como un hombre «obsesionado con las viejas técnicas de grabación y con un enfoque más es más de la producción». Ha pasado por innumerables proyectos, además de ejercer de teclista en giras recientes de Love y haber trabajado una noche como técnico de guitarras de Ray Davies. De las notas de su nuevo álbum se pueden entresacar algunas de esas cosas que le fascinan: por ahí se apelotonan los mellotrones, las palmas, los bajos Hofner Violin, el Omnichord… Pero no creo yo que nuestra canción de la semana suene particularmente nostálgica, sino más bien vivificante, y las descripciones de su último álbum que aporta el propio Frater tampoco vienen cubiertas de polvo del baúl de los recuerdos, o al menos se trata de polvo sugerente y, cómo no, de polvo enamorado: «Supergrass se encuentran con Roxy Music para una fiesta de baile motórico, Queen irrumpen en el picnic progresivo de Supertramp», propone el colega, a lo que habría que añadir (al menos en este tema) que la ELO  contempla benévolamente el desmadre desde un trono con lucecitas. Ah, por supuesto, esta canción deberían pincharla ya en el Stereo de Logroño, es lo suyo.