La verdad es que a Richard Dawson ya lo tuvimos por la sección. ¿Acaso estoy rompiendo por primera vez la estricta regla de no repetir artista? Pues no, porque me pongo más estricto que lo estricto: aquella canción de aquella semana era una colaboración con los finlandeses Circle, así que esta es en rigor su primera aparición en solitario. Me daba rabia que no pasase por aquí el que ya es uno de los discos del año, su octavo álbum, una maravilla de folk progresivo, esquinado, enredador, pero también tremendamente bello. El inglés Dawson es uno de los grandes, una superstar de un universo paralelo, con una voz a lo Robert Wyatt que a veces suena maleable, casi líquida, pero otras veces raspa por los bordes o se rebela contra toda dulzura. De los discos suyos que he oído, este me parece uno de los más asequibles, de los más centrados en la idea de canción disfrutable, aunque sea siempre con esas letras suyas imprevisibles y extravagantes, con consistencia, autonomía y verdad de poemas.
El álbum es un disco conceptual, de instrumentación austera, centrado en las peripecias de una familia inglesa y con interés particular en la repetición cíclica de determinadas conductas. Me gusta especialmente Gondola, una de las canciones que sirvieron de adelanto, con su letra sobre una mujer mayor que se dedica a ver la tele matinal y a beber vino mientras fantasea con haber llevado otra vida y con viajar algún día a Venecia en compañía de su nieta. No, quizá no sea la letra ideal para un hit pop. Pero me he rendido a la última del lote, More Than Real, que en cierto modo también es una colaboración, porque en ella participa la pareja de Richard, la vocalista y teclista Sally Pilkington (y aquí es donde aprovecho para recordar que también soy devoto, al menos a veces, del grupo en el que militan juntos, Hen Ogledd, capaz de inconcebibles derivas frikis y también de estribillos deslumbrantes). En esencia, More Than Real son dos estrofas. En una, un padre contempla a su hija recién nacida en el hospital, entre cables y tubos: «Juré por su pequeña vida que iba a cambiar mi lamentable comportamiento, / una promesa que rompería una y otra vez (…) y lo peor era lo claramente que podía ver / el pasado lejano repitiéndose, cómo era mi propio padre conmigo». En la otra, cantada por Sally, es la hija, ya adulta, quien contempla a su padre en el hospital, entre cables y tubos. «Lo miro ahí tumbado, / cojo una esponja, le humedezco los labios y le peino suavemente el pelo. / No sé si puede oírnos, pero creo que sí. / Susurro que le quiero y, sí, estoy segura de que me ha apretado la mano. / Estamos todos aquí, papá».