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Canciones de la semana: ‘Yèkèrmo Sèw’ / ‘Carme’ (y resumen de mi Bilbao BBK Live)

Me alegra comunicar oficialmente que he sobrevivido a otro Bilbao BBK Live. A otro Bilbao BBK Live trabajando, puntualicemos, porque la experiencia festivalera no tiene nada que ver cuando hay que producir unos cuantos textos para un periódico, incluidas crónicas diarias de ambiente: al final solo he visto enteros los conciertos de los que tenía que escribir, que vienen a ser tres cabezas de cartel y poco más. Y, aunque sigo sin verles la gracia a los eventos multitudinarios, al menos me han gustado todos. Con Massive Attack era con los que más sintonizaba a priori, y me dieron el alegrón de traer a Elizabeth Fraser (nunca había visto en vivo a la cantante de Cocteau Twins, a la que admiro desde los 80). Sonaron divinamente, pero su planteamiento conceptual-visual me pareció cercano al autosabotaje: es un compromiso valiente y admirable contra la guerra y en denuncia de los males de nuestro tiempo, qué duda cabe, pero me pasé el concierto leyendo el bombardeo de mensajes y datos en la pantalla y eso me impidió dejarme llevar por una música que va precisamente de eso, de transportar al oyente en un viaje mental. Grace Jones nunca me había interesado mucho musicalmente, pero ya había intuido escuchando su material en días anteriores que la cosa podía estar muy bien, y lo estuvo: me convenció su síntesis del sound system jamaicano, el baile de club neoyorquino y el chic de París y, lo que es mejor, me encantó su personaje más grande que cualquier disco que pueda grabar. Yo, lo confieso aquí que estamos en familia, siempre le tuve bastante paquete a Grace, y bastó una hora larga de concierto para que ahora me parezca una tía genial, divertidísima, impagable. Qué bien nos lo hizo pasar. Y, en fin, de Arcade Fire me gustan bastantes canciones, aunque a la larga me acaban saturando, y su concierto me pareció tremendamente disfrutable: esos veinte primeros minutos, centrados en su álbum Funeral y casi circenses en su planteamiento, fueron de quedarse con la boca abierta. A mi lote se sumaban Slowdive, una banda que, aun perteneciendo a mi mundo, nunca me motivó mucho en su momento, y que curiosamente me parece más atractiva ahora, al juntarse tras dos décadas de ausencia. Su concierto fue mi favorito del festi y ellos sí que me hicieron volar mentalmente con sus guitarras entre el preciosismo y la turbulencia.

El cotorreo, como lo suele llamar el compañero Alfredo Villaescusa, es una de las lacras de nuestro tiempo, y en los festivales se convierte en algo así como una modalidad olímpica. Tuve dos experiencias abracadabrantes en este sentido. En Massive Attack, un tipo que no callaba se puso a dar voces justo cuando Liz Fraser empezaba a cantar Teardrop. «Esta es muy buena, muy buena. Yo creo que es una canción del siglo pasado. Qué buena es. Yo creo que es del siglo pasado, ¿no?», les comentaba a sus colegas a volumen de bar. No concibo por qué estaba ahí ese hombre, que no era un chaval sino un tipo de mi edad, ni tampoco por qué sus amigos no le arreaban un certero garrotazo. Y en Slowdive, otro concierto de delicado equilibrio acústico y emocional, se me pusieron delante dos señores, también cuarentones avanzados o cincuentones ya (uno, de hecho, estaba con su hija adolescente) que se dedicaron a charlar animadamente sobre su vida y sobre lo que iban a hacer el día siguiente. Un pobre fan se giró y les pidio que se callasen, pero por supuesto fue él quien tuvo que cambiarse de sitio, y yo también. Y lo peor es que, entre conversación y conversación, sacudían rítmicamente la cabeza como si les molase mucho lo que oían.

En fin, como de costumbre, mi idea era elegir una canción de la semana de entre lo que pude picotear por ahí mientras hacía trabajo de campo para mis crónicas y mis cosas. Pero al final van a ser dos. Por suerte, pude ver un par de temas del venerable Mulatu Astatke, el vibrafonista etíope de 80 años que era uno de mis esenciales del programa. Y uno de ellos fue su hit más conocido, una melodía que lleva muchos años sonando en mi casa y que se ha convertido en algo así como el mascarón de proa del fascinante jazz etíope. Hace quince años, en este post en ruinas, ya hablábamos por aquí de él y de su rollo y enlazábamos una canción que ha desaparecido, pero que probablemente sería esta misma maravilla.

 

 

Y, mientras buscaba por el recinto fans de Grace Jones, pude ver a retazos el concierto de la sarda Daniela Pes en el escenario Firestone, el más pequeñito de todos. Me pareció una de las propuestas más interesantes de todo el festival, con sus exploraciones vocales que hermanan lo ancestral y la vanguardia. El año pasado ya estuve a punto de compartir en la sección este tema, Carme, que sirvió como sencillo de presentación de su álbum de debut, pero otras cosas se cruzaron por el camino, así que ahora aprovecho para corregir aquel error. Ah, Daniela, a la que tienen arriba en una fotillo birriosa que le saqué, canta palabras inventadas (mira, como Liz en los Cocteau Twins), aunque se cuelan por ahí términos en gallurés, el dialecto intermedio entre el sardo y el corso (e influido por el castellano) que se habla en su región de la isla. Me encanta cómo se transforma esta canción a partir de los tres minutos.

 

Por Carlos Benito

Sobre el autor

Periodista de El Correo. Nací en Logroño, estudié en Pamplona, vivo y trabajo en Bilbao.


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