De vez en cuando me topo con algún artista que no conozco de nada y que me provoca una sensación de sorpresa aumentada: vale que yo no me haya enterado de su existencia, pero ¿por que hay tanta otra gente que tampoco? Es el caso de Dinah, que hasta ahora utilizaba nombre y apellido y firmaba sus discos como Dinah Thorpe: su música es atractiva a la primera escucha, suena accesible y a la vez tremendamente sugerente, debería tener –en suma– un montón de seguidores más de los que le veo por ahí. A mí, su nuevo álbum (el sexto) me tiene muy enganchado con ese equilibrio difícil pero primoroso entre cantautora introspectiva y diva electrónica. A ver si contagio a alguien.
Por lo que cuenta la propia artista canadiense, eso de los equilibrios complejos siempre ha sido lo suyo y le ha puesto cuesta arriba lo de encajar en alguna escena: ella tiende a cantar triste y a acompañar sus composiciones con ritmos muy marcados, a menudo abiertamente bailables, en una especie de disociación que a algunos les resulta chocante. «Pongo letras tristes a temazos», resume ella, o como diablos se pueda traducir la palabra bangers. Aficionada a practicar baloncesto (y, por lo que parece, con el tamaño indicado para ello), Dinah se vio atrapada en pandemia con un ukelele bajo y un secuenciador que se acababa de comprar, y que se convirtieron en el fundamento musical del nuevo álbum, titulado simplemente Dinah!. Su estilo ha merecido comparaciones con Laurie Anderson, Portishead o David Bowie, nada menos, pero a mí esa voz profunda y esa sensación de cercanía física y casi diría íntima me han hecho pensar en Scott Walker y Keeley Forsyth.
El disco contiene diecisiete temas que casi son miniaturas, porque ninguno alcanza los tres minutos y hay ocho que ni siquiera llegan a dos, pero me parecen mucho más complejos de lo que puede sugerir su aparente austeridad. Este Hummingbird (vamos, colibrí) y sus juegos de voces sirven como buena muestra.