Uno no puede estar a todo, lo digo siempre, y las pamplonesas Melenas eran uno de esos grupos a los que solo había prestado una atención superficial. Pero hace un par de años sacaron un sencillo que para mí fue como si me tirasen de los pelos. Versionaron, y muy bien, el Eisbär de los suizos Grauzone, que me parece una de las canciones más fascinantes de los 80 y tiene algo de contraseña, de filiación a una cierta manera de entender la música: juguetona en el buen sentido, exploratoria sin ser rupturista, con un equilibrio exacto pero muy difícil entre lo entretenido y lo interesante.
Pues bien, más o menos eso me he encontrado en el tercer álbum de Melenas, que me tiene boquiabierto y un poco arrepentido por no haberles prestado más atención antes. También ellas han cambiado, ojo: este disco está muy marcado por los teclados retro, con un ambiente de pop psicodélico (e, insisto, juguetón, que es un adjetivo que utilizo mucho y aprecio todavía más) que hace que se las pueda pinchar, yo qué sé, entre John Foxx y Family. Son canciones intemporales, repletas de ganchos melódicos y sin esa ironía contemporánea que me tiene un poco harto. Los sencillos de adelanto han sido todos redondos, pero yo sintonizo especialmente con esta cancioncita de desobediencia emocional.