No, Iggy no la tocó anoche en el Azkena, pero llevo un par de semanas escuchando a los Stooges (cosas del curro) y reafirmándome en que el Fun House es mi álbum favorito de la historia del rock. De hecho, no conecté mucho con el concierto de anoche porque los arreglos de metales que les mete ahora a las canciones no me convencen en absoluto: para mí no pintan nada un trombón y una trompeta puntuando así cosas como TV Eye, y creo que, si me gustaron un poco más en The Passenger, fue porque estoy acostumbrado a la versión de Siouxsie. Así que hoy, en el autobús de vuelta desde Vitoria, me he refugiado una vez más en las Sagradas Escrituras del Fun House y me he vuelto a maravillar con esa evolución que se produce al pasar de la primera a la segunda cara del álbum. Para mí, hay un momento mágico a los tres minutos y medio de esta canción: uno lleva ya cuatro canciones y media del disco y, de pronto, irrumpe por primera vez el saxo energúmeno de Steve Mackay, que no tiene nada que ver con los metales de anoche y sí con un empujón decidido hacia territorios más cacofónicos, atonales y salvajes en general. Es la única vía de escape para el sonido de los Stooges, que culmina en la abstracción ruidista del último tema del álbum, L.A. Blues, de una manera que me parece mucho más natural y orgánica que la de su canción hermana, el European Son de The Velvet Underground. Después de esto, el retorno de los Stooges de la mano de Bowie con Raw Power siempre me ha parecido un paso atrás, una claudicación, aunque he tenido este debate con partidarios de ese tercer álbum y no hay quien los convenza.

Además, 1970 siempre me sirve de consuelo cada vez que no pillo la letra de una canción en inglés. Ya se sabe que los australianos Radio Birdman se bautizaron así porque entendieron mal el verso que dice «radio burning».