Lo primero que he tenido que hacer esta semana ha sido superar mis temores y recelos: siento un miedo cerval por las reuniones productivas de mis ídolos musicales, ese momento alarmante en el que deciden añadir algún disco nuevo a lo que ya era un corpus cerrado y a veces perfecto. Y aquí tiene que aparecer por fuerza la palabra Pixies. Admito que esa desconfianza mía por las segundas o terceras partes hace que a veces juzgue sus frutos con demasiada severidad. Así que, cuando supe que Surfin’ Bichos iba a sacar canciones nuevas, reconozco que no lo celebré como otros fans: el grupo albaceteño representa una parte muy importante de mi vida (también, ya lo he dicho alguna vez, una gran contrariedad, porque ojalá el rock español hubiese seguido por aquellos senderos que trazaban ellos, Lagartija Nick, Los Bichos, Cancer Moon y demás criaturas de finales de los 80, y no por ese rollo ramplón que hoy llaman indie) y consideraba la decepción casi inevitable. Pero, qué bien, esta vez no: han bastado unos segundos para que Máquina que no para me haya hecho sentirme un perro feliz. En una versión un poco achuchada, ahí está la banda de siempre, con su lírica anatómico-trascendente, su ánimo turbio, sus arranques rabiosos y sus esenciales coros. Señores bichos, su efervescente admirador está en el suelo.
Lo segundo que he tenido que hacer esta semana ha sido repasar los polvorientos archivos de Evadidos. Si no fuese por un asunto de fechas, Surfin’ Bichos habrían tenido ya canción de la semana. De hecho, si no fuese por las inconmovibles normas del blog, bien podrían haber tenido diez o doce. Pero no: hemos tenido a Fernando Alfaro en solitario con su camisa hawaiana y a Chucho con su corazón roto y brillante (otra reunión, sí), pero nada de Surfin’ Bichos, así que allá vamos, como si no hubiesen pasado treinta años.