Mi padre, en el centro.
Esta entrega de la sección está dedicada a mi padre, que murió el viernes. Decir que un padre nos ha influido siempre es quedarse muy corto: en muchas cosas, cada vez más, simplemente soy él. Pero aquí hablamos de música, y en ese campo tengo muy claro que mi padre resultó determinante: a otros les gusta el deporte o el montañismo porque su padre era forofo de algún equipo o salía a triscar por los riscos, y probablemente a mí no me habría dado por la música si el mío no se hubiese comprado un equipo de alta fidelidad cuando yo tenía doce años. Fue una decisión insólita, propia del carácter poco convencional de mi padre: en aquellos tiempos los equipos de música tenían un precio carísimo, prohibitivo, y mi padre era obrero en una fábrica textil, así que las doscientas mil pesetas de aquel Marantz dorado equivalían a unos cuantos sueldos. Imagino que a mi madre no le hizo mucha gracia aquel capricho un poco absurdo.
Hasta aquel momento, mi padre no había dado grandes muestras de melomanía. Recuerdo, cómo no, sus cintas del coche, que tengo grabadas en la memoria como si me siguiesen circulando por las neuronas aquellos cachitos de hierro y cromo. Fundamentalmente, lo que se escuchaba en el Renault 5 verde eran los grandes éxitos de Nino Bravo y las canciones de Nat King Cole en español, que no son malas cosas para amenizar un viaje. En vacaciones, cuando nos íbamos de cámping con media casa repartida entre el maletero y la baca, a veces suspendía brevemente su habitual seriedad y se lanzaba a cantar, con más entusiasmo que afinación: «Están clavadas dos cruces en el monte del olvido», «Cuando salí de Cuba» o también «Con todas las muchachas soy tremendo». Siempre recuerdo que, cuando el famoso equipo de música quedó instalado en el cuarto de estar, los de la tienda quisieron regalarnos un primer elepé y me dijeron a mí, el crío de la casa, que pidiese el disco que quisiera. Y yo no supe decir ni siquiera uno: al final, nos dieron Las cuatro estaciones, que tampoco es mala cosa para empezar una colección.
A partir de ahí, mi padre se puso a comprar discos, muchas veces recomendados por Chuchi, el de Discoclub. Sobre todo, música clásica: Beethoven, Mozart, Chaikovski, Vivaldi, algo de Bach, cosas como la Sinfonía del nuevo mundo de Dvorak, En un mercado persa de Ketèlbey o el concierto para violín de Elgar… A veces, se gastaba una pasta casi injustificable en selecciones inesperadas, como la caja con los conciertos para instrumentos de viento de Mozart, y de vez en cuando se salía del sendero clásico: compró, por ejemplo, un grandes éxitos de Elvis Presley, un par de álbumes de Cecilia o varios de aquellos elepés en los que Fausto Papetti versionaba melodías populares de la música ligera (para mi disgusto, siempre elegía los que no llevaban una chica en pelotas en la portada). Durante unos cuantos años, mi padre tuvo más discos que yo, y también escuchaba Radio 2 y recibía el boletín de programación, que a mí me fascinaba. Creo que aquel boletín y los catálogos del sello Deutsche Grammophon que se traía de Discoclub, tan repletos de nombres desconocidos y sugerentes, dejaron en mí la idea de la música como un continuo descubrimiento de maravillas nuevas y me hicieron lo que soy, más picoteador que completista. Tengo que decir, por cierto, que nunca he escuchado la música con mejor calidad de sonido que en aquellos primeros años, en los viejos bafles del cuarto de estar. Puri, la sufrida vecina de abajo, fue muy consciente de la evolución musical que se estaba produciendo en casa de los del cuarto, donde se pasó en un lustro de Vivaldi a Sonic Youth.
Más allá de todo esto que he contado, mi padre tenía dos canciones favoritas que le han acompañado desde su juventud. Las dos son nostálgicas, himnos a un tiempo que se fue, y resultan dolorosamente apropiadas para una despedida. Una es Qué tiempo tan feliz, la versión en castellano de Those Were The Days, que a su vez es una adaptación de una melancólica canción rusa. A mi padre le gustaba especialmente la interpretación de Matt Monro, el inglés de la voz de oro, a quien yo imaginé durante años como un hombre negro. «Vienen a mi memoria los lugares / donde fuimos juntos a beber, / soñando nos pasamos todo el tiempo / qué grandes cosas íbamos a hacer. / Qué tiempo tan feliz vivimos tú y yo / en nuestros años de loca juventud. / Seguros de triunfar, tan llenos de inquietud, / qué fácil fue tener felicidad». La otra, todavía más conmovedora en estos días de ausencia repentina, es Adiós muchachos, la despedida tanguera que han grabado todos los grandes del género: Gardel, por ejemplo, cómo no. «Adiós, muchachos, compañeros de mi vida, / barra querida de aquellos tiempos. / Me toca a mí hoy emprender la retirada, / debo alejarme de mi buena muchachada. / Adiós, muchachos, ya me voy y me resigno, / contra el destino nadie la calla. / Se terminaron para mí todas las farras, / mi cuerpo enfermo no resiste más». Yo oigo lo de la muchachada y pienso en sus amigos de toda la vida, los jóvenes que se ríen y empinan botas de vino en las fotos en blanco y negro, los señores que estos días me abrazan con desconsuelo. Mi padre siempre disfrutó de prioridad en el uso del equipo de música y hoy, cómo no, también la tiene en esta sección: va por Esteban.