Al leer sobre Rien Virgule, uno se imagina su música mucho más incómoda e impenetrable de lo que realmente es. Suele suceder con ciertos estilos que no se ajustan a esas etiquetas de las que todos abominamos pero que luego todos empleamos: a falta de una categoría evidente, la descripción tira de términos como improvisación, experimentación y electroacústica y el lector empieza a escuchar en su mente un antipático engrudo con pretensiones. Pero qué va: este Apache, tema de adelanto de lo que será su tercer álbum, arranca con tres minutos esencialmente ruidistas, pero a partir de ahí se acomoda a estructuras también libres pero más amables, de lo que podríamos llamar pop electrónico entre lo ambiental y lo ceremonial. El trío bordelés se toma la cosa sin prisas, renunciando a esa exigencia arbitraria de que las canciones tengan que durar tres o cuatro minutos, y se concede nada menos que doce minutos para desarrollar una canción de paso glacial y atmósfera misteriosa. Sí, sí, lo sé, estoy cayendo en el mismo error de la descripción hermética, así que mejor le dan al play.
Este tercer álbum de Rien Virgule (con el bonito título de La consolation des violettes) llega como una sorpresa, porque muchos habían dado por terminada su carrera hace un par de años, cuando falleció uno de los miembros del grupo, hasta entonces cuarteto. Los tres supervivientes (la artista plástica y fabricante de máscaras Anne Careil a la voz y los sintes, Manuel Duval a los «sintetizadores horizontales» y Mathias Pontevia a la «batería horizontal») fueron los primeros en asombrarse al descubrir que entre ellos circulaba «la misma savia incandescente» cuando volvieron a tocar juntos y que Jean-Marc, el compañero muerto, les había legado de alguna manera «su parte del caos». El resultado es este «revoltijo de metal, vidrios rotos y chispas de vida», de absorbente melancolía industrial.