Había visto que Michael Beach tiene su centro de operaciones en Melbourne y ya estaba dispuestísimo a enrollarme sobre lo australiana que me suena esta canción, pero he leído justo a tiempo que nuestro hombre procede, en realidad, de Estados Unidos y que de hecho ha grabado el nuevo disco (su cuarto álbum en solitario) a caballo entre California y Melbourne. Es más, parece que antes de poder afincarse allá abajo tuvo algunos problemas con los inflexibles y puntillosos servicios de inmigración australianos, que tanto juego dan en los programas de televisión. Pues bien, yo creo que una canción como esta habría debido convencer a los celosos guardianes del territorio de que Beach era un candidato ideal a la australianidad, porque participa de ese sonido crudo, impetuoso, tirando a sombrío y a la vez clásico y retorcido que caracteriza tanto rock de aquellos pagos.

Esa combinación entre clasicismo y retorcimiento es, de hecho, un rasgo definitorio de Irregardless. Empieza y parece que va a ser una pieza a piñón fijo, directa y concisa, un pimpampum de cabeza al estribillo, pero al cabo de un minuto uno empieza a darse cuenta de que la idea no parece ser exactamente esa, de que hay más repetición de lo que preveíamos. Al final, Beach no empieza a cantar hasta pasados los dos minutos, después del cambio de ritmo, y lo que podríamos llamar estribillo llega a los tres, y encima el tío reserva el tramo final para un acelerón instrumental tan inesperado como gratificante. Esa combinación de extrañamiento y familiaridad permanece a lo largo de todo el álbum, que abarca desde el guitarreo antípoda hasta las baladas pianísticas, y se refleja también en la lista de influencias que enumera el propio artista: de Neil Young a Glenn Branca, pasando por la Velvet, el misterioso y ahora reivindicado Charlie Megira (a quien sirvió de escudero) o The Oblivians.