Foto: Gustaff Choos
Hay conexiones de hueso que nunca se rompen. Uno sintoniza con un artista en la juventud, cuando las pasiones musicales todavía son capaces de incorporarse al ADN, y ese vínculo continúa ahí por encima de distancias, deslealtades y descuidos. Viene esto al caso porque ayer estaba escuchando listas de novedades y, al cabo de mucho ni fu ni fa, algún vaya, pues bien y unos cuantos next please, empezó una canción que me hizo prestar atención de inmediato. De hecho, tiene narices la cosa, me hizo prestar atención antes incluso de que entrase la voz, porque se activó de alguna manera inconsciente e irracional la conexión de hueso, y de pronto ahí estaba yo, escuchando lo nuevo de Chucho con entusiasmo juvenil, como si el perro viejo y resabiado que había oído desapasionadamente las treinta o cuarenta canciones anteriores se hubiese transformado de pronto en cachorro saltarín.
Decía arriba lo de la deslealtad y la distancia y el descuido porque, con Chucho, yo me fui alejando poco a poco de la carrera de Fernando Alfaro, ya lo he escrito alguna vez por aquí. Fui y soy fan fatal de Surfin’ Bichos pero, no sé muy bien por qué, me fui desapegando de Chucho, aunque rinda culto a canciones de su primera etapa como Un ángel turbio (jo, durante años Turbio fue mi nick en aquellos viejos chats de internet). Y, sin embargo, aquí estoy, multiplicando los dos minutos y doce segundos de Corazón roto y brillante a base de escucharlos en bucle y, desde luego, más que razonablemente feliz.