He escuchado unas cuantas veces seguidas el nuevo álbum de The Cowboys, que hace el cuarto en su discografía pero es el primero que llega a mis oídos, y esa reproducción en bucle no ha servido para que me haga una idea definitiva de cómo describirlos. La nota de prensa de este quinteto de Indiana cita a los Who, a los Kinks, a los Sparks y a la Velvet, en un vano intento de acotar su estilo contemplándolo desde diferentes perpectivas. Yo he pensado más bien en los Strokes y los Undertones uniendo fuerzas para interpretar un repertorio de power pop, pero es cierto que después, si examinas la cosa canción a canción, lo mismo te encuentras un saxo a lo Clarence Clemons que una balada al piano con ecos de music hall. Por no tener, ni siquiera tengo claro si aspiran a sonar pre-punk o post-punk, así que habrá que concluir que estamos ante uno de esos raros grupos que verdaderamente prescinden de las etiquetas (ya, ya, todos lo dicen, hasta los ultraortodoxos de cada estilo) y hacen en todo momento lo que les viene en gana.
La clave es que todo lo acaban haciendo bien. Bueno, esa es una de las dos claves, porque la otra es el partido que le sacan a la virtud de la concisión: de las dieciséis canciones del disco, solo una pasa de los tres minutos y hay ocho que ni siquiera llegan a los dos, pero ninguna de ellas da la sensación de ser material de menor valía, abandonado a medio hacer porque no daba para más. De hecho, estamos ante uno de esos álbumes de los que se podría destacar un corte al azar, con la seguridad de que a posteriori será posible argumentar por qué destaca entre los demás. Yo, en vez de echarlo a suertes, he aplicado el otro criterio inapelable: he seleccionado el primero, este Open Sores que deja a cualquiera con ganas de quince canciones más.