Hoy publico en nuestra revista para suscriptores un reportajito sobre los tres primeros álbumes de Wire, a raíz de su reedición en versiones múltiples y tentadoras, y me he vuelto a maravillar ante aquella andanada que considero uno de los mejores inicios de carrera de la historia: el cuarteto británico tuvo un punto de partida que reducía al ridículo a buena parte de sus contemporáneos, pero además evolucionó inmediatamente hacia un estilo nuevo, para ellos y para todos, que no guardaba mucha similitud externa con lo que se suele llamar punk. En cierto modo, a Wire se les puede ver como una vía rápida que enlaza la rama artie del rock británico (los primeros Roxy Music, Van Der Graaf Generator, Pink Floyd…) con lo que después se daría en llamar post-punk, un estilo que en buena medida se inventaron los propios Wire junto a Magazine, The Fall y algunos otros visionarios insatisfechos con el punk más conservador y trivial.
He vuelto a maravillarme, digo, con esos tres discos, a la vez que me daba cuenta de un problema que suelo tener con Wire. Me gusta tanto su debut, el imprescindible Pink Flag, con esas 21 canciones sin desperdicio, que me pongo muy pocas veces los dos siguientes, Chairs Missing y 154, en los que el guitarreo y los borbotones de energía hacen sitio a los sintetizadores, las atmósferas misteriosas y, en fin, lo que podríamos llamar pop de vanguardia. Sé que me encantan, pero los desatiendo, y es un error, porque son dos discos enigmáticos y fascinantes, que combinan momentos de una belleza sobrecogedora (ahí está como ejemplo fácil Outdoor Miner, una de las canciones más bonitas del pop británico, tan redonda y accesible) con exploraciones de extraños territorios sonoros. Son discos que no envejecen, que están fuera del tiempo y son inmunes a la nostalgia: en vez de hacernos viajar a 1978 y 1979, las fechas que aparecen en sus carpetas, de alguna manera nos siguen mostrando caminos que se podrían y se deberían aprovechar en el futuro.