Esta semana cumple un cuarto de siglo uno de los discos que más me impresionaron en su momento, Blue Bell Knoll, de Cocteau Twins. Y, como aquel momento eran mis 17 años, tendré que decir que me sigue impresionando más o menos igual que entonces: soy de los que piensan que nunca adquirimos perspectiva sobre los discos que nos marcan en la adolescencia y la primera juventud, porque los llevamos incorporados a nuestra identidad de una manera que hace imposible eso que llaman distancia crítica. Son esos discos que nos devuelven a nuestro pasado, como máquinas del tiempo perfeccionadas: no se trata de recordar días perdidos, sino de volver a vivirlos de alguna manera, siendo por un rato los que éramos entonces.
Blue Bell Knoll fue el primer disco de Cocteau Twins que escuché y me pareció algo así como una emisión marciana. No tenía entonces puntos de referencia para encuadrar esa música bella y rara del trío escocés, dominada por la voz gorjeante de Liz Fraser, y me temo que hoy sigo sin tenerlos: sí, ahora ya sé que al principio eran más oscuros, algo así como la vertiente atmosférica del post-punk siniestro, pero a la altura de Blue Bell Knoll, su quinto álbum, su sonido se había depurado de rasgos tribales y era como una nebulosa envolvente y algodonosa, que a mí me resulta más bien reconfortante y feliz. También sé que existe en el mundo una buena manada de cantantes femeninas de aire angelical, pero las melodías vocales de este disco no me remiten ni al folk ni a la música clásica, que son propensiones habituales en ese gremio afectado y un poco cansino. Y las guitarras cargadas de efectos de Robin Guthrie me siguen pareciendo sorprendentemente distintas de las guitarras cargadas de efectos de cualquier otro. Ya disculparán tanta inconcreción, pero tengan en cuenta que estoy escuchando el disco ahora mismo, así que en cierto modo es como si hubiese escrito estas líneas con 17 años.
Lo que yo quiero en realidad es que escuchen el primer tema, el propio Blue Bell Knoll, que para mí vale más que carreras enteras.