Goat proceden de «un pueblo pequeño y muy remoto» del norte de Suecia llamado Korpolombolo, donde ha pervivido durante siglos un extraño culto vudú. Por supuesto, esto es mentira, pero resulta casi obligatorio hacer referencia a su imaginativa autobiografía al hablar de este misterioso colectivo que se oculta bajo máscaras. No sé si la fantasía vudú ha tenido algo que ver, pero el caso es que Goat (ya saben, Cabra) se ha convertido en el nombre más mencionado de este año en ciertos círculos, en los que se incluyen desde los amantes de la psicodelia hasta los metaleros sin prejuicios: su imagen promocional más difundida, una especie de satanismo sadomaso con candelabros y cráneos de animal que les cuelgo arriba, sugiere una música mucho más dura que la que en realidad interpretan, en la que no encuentro muchos contactos con el metal.
El caso es que el álbum de Goat, World Music, satisface las infladísimas expectativas mediante una inteligente combinación de guitarras psicodélicas bien cargadas de wah-wah y fuzz (a mí me recuerdan a veces a sus compatriotas de Dungen), ritmos de inspiración ritual o directamente africana en los que no faltan los bongos y una voz femenina que canta en plan invocativo, como si estuviese más pendiente de seducir al gran macho cabrío que al oyente humano. Habrá gente a la que la suma de factores le parezca desconcertante, pero seguro que muchos de ustedes, al leer la descripción, se han acordado del Sympathy For The Devil de los Rolling Stones, que desde luego está más próximo a lo que hacen que el black metal. Aquí tienen Goathead.