Últimamente es casi imposible encender la tele sin toparse con algún cantante amateur que aspira a convertirse en profesional, aunque en la mayoría de los casos queda claro que el andamiaje para sostener ese sueño es más bien endeble. Los segundos que transcurren antes de que el botón para huir zapeando haga efecto –bueno, confieso que a veces me quedo minutos mirando la pantalla, presa del estupor– me han servido para comprobar la vigencia de una costumbre que me horroriza hace años: la fonética delirante de los aspirantes a artistas famosos. Con el tiempo me he acostumbrado a que la mayoría canten como negros, forzando las inflexiones propias del gospel y el soul hasta para entonar un fandanguillo, pero me resulta más difícil de tragar esa obsesión de hacer fricativas las uves, aproximándolas a las efes al estilo de Julio Iglesias, y de sesear aunque se provenga del corassssón de Castilla. El célebre episodio del poyeya fue, en definitiva, sólo un paso más en este sindiós de hacer las cosas lo más artificiales que se pueda.
Miedo me da hasta dónde podrán llegar los Hijos de Babel, que ya parten por derecho de pronunciaciones peculiares.