Muchas veces, apreciar a los grandes clásicos del rock exige el esfuerzo intelectual de situarse en su época, como un arqueólogo que estudia un estrato del terreno, hasta distinguir cuál fue su aportación a eso que llaman historia. Porque, normalmente, aquellos hallazgos han sido superados en décadas posteriores por otros artistas que han ido reduciendo a los pioneros a tímido antecedente. La juventud -y me refiero a todos nosotros cuando hemos sido jóvenes- suele mostrarse poco propensa a estas consideraciones y establece bruscas comparaciones entre música del pasado y música del presente: explíquenles a muchos que el sonido de los Ramones era muy duro en su tiempo, o que los Beatles ampliaron las rígidas costuras del rock, o que los descubrimientos de Joy Division fueron infinitamente mayores que los de Interpol… Lo más probable es que escuchen diez segundos aquellas maravillosas canciones y les digan que parecen viejas, que suenan viejas, que son viejas.
Generalizo pero sé de lo que hablo, porque, en los 80, yo pensaba eso mismo de los 60, y cualquiera que me viniera reivindicando la música de aquella remota década quedaba inmediatamente catalogado como carcamal y antiguo. Pero hubo una banda concreta que me dejó con la boca abierta y recondujo mis prejuicios hacia una postura más sensata: también eran evidentemente viejos, pero, caramba, sonaban salvajes, con una agresividad mucho más primaria que la facción bestia de los grupos que yo estimaba, y el cantante chillaba como nadie, al menos dentro de la especie humana. Les hablo, claro, de los Sonics -curso rápido en Real Audio para recién llegados aquí, aquí y aquí-, que ahora se reúnen por primera vez desde principios de los 70 para dar dos conciertos en el festival Cavestomp! de Nueva York. Estarán el vocalista, el guitarrista y el saxofonista originales, y lo peor del caso es que no estaremos nosotros: seguro que dejábamos de ser arqueólogos y nos transformábamos en desmelenados cavernícolas.