La navidad es un indigesto potaje de rituales y tradiciones al que, de vez en cuando, vamos añadiendo nuevos ingredientes igualmente pesados. Ya saben: siempre han estado la lotería, las cenas de empresa, la iluminación callejera, los anuncios de perfumes -o diré mejor de fragrances, porque es un sector donde el castellano parece proscrito-, los turrones, las campanadas, los arbolitos, las cabalgatas, el mal cine, la mala música, la mala televisión… Pero a algún visionario se le ha ocurrido sumar a todo esto el especial de Raphael, que parece ya adherido a la parrilla de programación igual que la grasa se pega a las parrillas de verdad. Como un servidor pertenece a una familia pequeñita, mínima, casi de bolsillo, los entretenimientos de sobremesa son muy limitados y se impone el consumo indiscriminado de televisión, y ahí sale Raphael, como el fantasma de las navidades pasadas, presentes y futuras. No seré yo quien se meta con sus cualidades artísticas -bueno, igual sí, porque me parece que era un intérprete de marcada personalidad y se ha convertido en una máquina destrozacanciones- ni con su hábito de invitar siempre a las mismas personas -hombre, Lolita y Alaska, vosotras por aquí-, pero su monopolio de la Nochebuena en la televisión pública me parece un agravio al resto del gremio. Sé que es muy difícil que encarguen el especial a alguno de mis artistas favoritos, pero podrían al menos establecer un sistema rotatorio con otros músicos populares: yo qué sé, Serrat, Juan Pardo, Isabel Pantoja, Víctor y Ana, Sabina, Amaral, La Oreja, Bisbal, Eyaculación Post-Mortem… ¿Alguien cree que la sonrisa troquelada de Raphael es un resumen acertado de los buenos sentimientos que nos embargan en estas fechas? Bueno, a lo mejor sí.
Ah, otro ingrediente nuevo del estofado navideño son los papás noeles colgados de ventanas y balcones, como fantoches ahorcados. Por favor, no avergüencen más a sus vecinos de comunidad.