Ya sé que al 90% de ustedes les voy a descubrir el Mediterráneo, pero me preocupa ese 10% restante que malvive sin haber escuchado nunca ‘Fun House’, o ‘Funhouse’, que de las dos maneras titulan el segundo de los Stooges aunque en la portada parezca clara la separación. Esta mañana lo he oído con cascos dos veces seguidas, en un pasillo atestado de opositores de la Sanidad vasca, y me he vuelto a maravillar ante la energía torrencial y la modernidad perenne de este disco, que se mantiene como mi candidato a mejor álbum de la historia del rock. Incluso con los emepetreses me lo sigo imaginando en vinilo: qué primera cara, señores, con tres trallazos de furia animal y un lento tan viciado que no cabe llamarlo balada; y, sobre todo, qué segunda cara, con ese saxo que se desgañita -uno se imagina el metal del instrumento retorciéndose- y ensancha los límites de las canciones hasta invadir los terrenos del free jazz y la vanguardia. Tengo amigos casados y con hijos para los que este disco, que salió un poco antes de que naciéramos, representa lo que la juventud tiene de salvaje e impetuoso, lo que han tenido que sacrificar a cambio de una vida también buena pero más doméstica. Y algunos domingos por la mañana se lo ponen y dan voces por la casa, en plan catarsis liberadora. Si hubiese podido conectar mi reproductor a la megafonía del BEC, seguro que a algún opositor agobiado le habría sentado divinamente. Otros habrían querido matarme, claro.