El otro día entré en un chat. Mi madre está convencida de que Internet, lo que Friker y señora llaman invariablemente la red de redes, consiste sobre todo en chatear, pero es curioso cómo esta actividad suele caer en desuso en cuanto uno sobrepasa cierta edad. Yo estuve bastante enganchado a los chats hace nueve o diez años, cuando empecé a conectarme desde casa, y todavía me acuerdo de aquellas largas sesiones de madrugada y de amigas perdidas como Sata -mmmmm, estaba casada-, Vero o Lena, que no cometían faltas de ortografía e incluso ponían todas las tildes al escribir: ya sé, les parecerá tonto, pero era mi criterio para seleccionar interlocutores. Hoy en día, ese requisito me convertiría en un mirón mudo, porque la gente normal simplemente parece haber desaparecido de estas salas. No sé si es cosa de la divulgación de Internet entre los menores de edad o si se debe al contagio del argot consonántico de los SMS, ese lenguaje tan rico al que algunos especialistas dedican estudios, pero el caso es que nadie escribe ya una frase completa y con sentido, no digamos ya con las bes y las haches en su sitio. Yo soy viejito y no entiendo esos «waaaaaaaaaaaas» y «jajajajajajajjjjjj» que abarrotan la ventana, odio las letras de colores y los emoticones 🙁 y me carga la voracidad amatoria de todos esos hermanos americanos que salen de caza por los chats. Lo peor es que probé a meterme en uno de esos guetos para
+ de 30 y me encontré con el mismo panorama, jujujurrrrrrrrl, wapasssssss, como si en realidad fuese un
+ de 3. Me disculparán por no haberme puesto a abrir privados para comprobar si, de cerca, la gente era tan simple como de lejos, pero el espanto sólo me permitió decir «meabrooooooo» y abandonar la sala.