Sting reúne en su persona varios rasgos que me inspiran desconfianza. El primero, por supuesto, es ese feo detalle de hacerse designar con un apodo, como Bono o The Edge, que siempre he atribuido -supongo que de manera injusta- a cierto afán de notoriedad. El segundo, también obvio, es la entrega desmedida a causas amazónicas y medioambientales, ese empeño en salvar el mundo y pedir sacrificios al prójimo desde la escandalosa riqueza personal. Ya sé que las consecuencias de ese activismo son buenas, pero, estoooo, siempre lo he atribuido -supongo que de manera injusta- a cierto afán de notoriedad. Y, finalmente, me fastidia el radical giro estilístico que describió desde Police, uno de los mejores grupos de la historia, hasta estilos supuestamente más adultos y serios, aunque salvo de esa quema irreflexiva el primer álbum en solitario, ‘The Dream Of The Blue Turtles’, que siempre me ha gustado mucho. En fin, que todos estos argumentos sólo son un torpe intento de justificar que tengo algo de manía al sujeto, discúlpenme por ser tan bruto.
De todas formas, su último movimiento me ha descolocado. En ‘Songs From The Labyrinth’, que sale el lunes en Deutsche Grammophon, Sting se ha prendado del laúd e interpreta las canciones de John Dowland, un compositor que vivió a caballo entre los siglos XVI y XVII. Por supuesto, esta repentina afición por la música isabelina también se puede atribuir a un afán de notoriedad un poco desviado, pero a mí me ha despertado una tremenda curiosidad, porque tengo dos discos con canciones de John Dowland (éste y éste) y me encantan. Y debo reconocer que, aunque el personaje me suscite desconfianza, la cálida voz de Sting siempre me resulta agradable de escuchar, por mucho que ‘Lachrimae Verae’ o ‘The Most High And Mighty Christianus The Fourth, King Of Denmark, His Galliard’ no tengan nada que ver con aquel nervio e ímpetu de The Police.