A punto de llegar a las librerías, la versión en español de Sunset Park, la última novela de Paul Auster, arranca así.
I
Milles Heller
Durante casi un año ya, viene tomando fotografías de cosas abandonadas. Hay como mínimo dos servicios al día, a veces hasta seis o siete, y siempre que entra con sus huestes en otro domicilio, se enfrenta con las cosas, los innumerables objetos desechados por las familias que se han marchado. Los ausentes han huido a toda prisa, avergonzados, confusos, y seguro que dondequiera que habiten ahora (si es que han encontrado un lugar para vivir y no han acampado en la calle) sus nuevas viviendas son más pequeñas que los hogares que han perdido. Cada casa es una historia de fracaso -de insolvencia e impago, deudas y ejecución de hipoteca- y él se ha propuesto documentar los últimos y persistentes rastros de esas vidas desperdigadas con objeto de demostrar que las familias desaparecidas estuvieron allí una vez, que los fantasmas de gente que nunca verá ni conocerá siguen presentes en los desechos esparcidos por sus casas vacías.
Sacar la basura, llaman a ese trabajo, y él forma parte de un equipo de cuatro personas empleado por la Compañía Inmobiliaria Dunbar, que subcontrata sus servicios de «mantenimiento de viviendas» a los bancos de la zona que ahora son los dueños de las propiedades en cuestión. En las extensas llanuras del sur de Florida abundan esas estructuras huérfanas, y como a los bancos les interesa volverlas a vender cuanto antes, hay que limpiar, arreglar y preparar las casas desalojadas para enseñárselas a los posibles compradores. En un mundo que se viene abajo, abrumado por la ruina económica e implacables privaciones en incesante aumento, sacar la basura es uno de los pocos negocios florecientes en la zona. Sin duda tiene suerte de haber encontrado ese trabajo. No sabe cuánto tiempo podrá seguir aguantándolo, pero el salario es bueno, y en un país en donde cada vez escasea más el empleo, seguro que es una buena ocupación.
Al principio, se quedaba estupefacto por el desorden y la suciedad, el abandono. Rara vez entra en una vivienda que sus antiguos dueños hayan dejado en prístina condición. Lo más frecuente es que se haya producido un estallido de ira y violencia, una orgía de caprichoso vandalismo a la hora de marcharse: desde dejar los grifos de los lavabos abiertos y las bañeras desbordándose hasta muros demolidos a mazazos, paredes cubiertas de pintadas obscenas o agujereadas a balazos, sin mencionar las tuberías de cobre arrancadas, las alfombras manchadas de lejía, los montones de mierda depositados en la sala de estar. Son ejemplos extremos, quizás, actos impulsivos provocados por la rabia de los desposeídos, expresiones de desesperación, vergonzosos pero comprensibles, y aunque no siempre le da repugnancia al entrar en una casa, nunca abre la puerta sin un sentimiento de aprensión. Inevitablemente, lo primero con lo que hay que lidiar es el olor, la embestida de aire enrarecido que le penetra súbitamente por las ventanas de la nariz, los omnipresentes y mezclados olores a moho, leche agria, excrementos de gato, retretes con una costra de porquería y alimentos podridos en la encimera de la cocina. Ni con aire fresco entrando a raudales por las ventanas abiertas se elimina esa peste; ni siquiera la limpieza más atenta y escrupulosa puede borrar el hedor de la derrota.
Después, siempre, están los objetos, las pertenencias olvidadas, las cosas abandonadas. A estas alturas, ya tiene miles de fotografías, y entre su creciente archivo pueden encontrarse imágenes de libros, zapatos y cuadros al óleo, pianos y tostadoras, muñecas, juegos de té y calcetines sucios, televisores y juegos de mesa, vestidos de fiesta y raquetas de tenis, sofás, lencería de seda, pistolas de silicona, chinchetas, soldaditos de plástico, barras de labios, rifles, colchones descoloridos, cuchillos y tenedores, fichas de póquer, una colección de sellos y un canario muerto que yace en el fondo de su jaula. No sabe por qué se siente impelido a tomar esas fotografías. Comprende que es una empresa vana, que a nadie puede ser de utilidad, y sin embargo cada vez que pone los pies en una casa, siente que las cosas lo llaman, que le hablan con las voces de la gente que ya no está, pidiéndole que las mire una vez más antes de que se las lleven. Los demás miembros de la cuadrilla se burlan de él por esa manía de sacar fotos, pero no les hace caso. No cuentan mucho en su opinión, y los desprecia a todos. Victor el tarado, jefe del grupo; Paco, el parlanchín tartamudo; y Freddy, el gordo jadeante: los tres mosqueteros de la fatalidad. La ley dispone que todos los objetos recuperables que superen un determinado valor deben entregarse al banco, que a su vez está obligado a devolverlos a sus dueños, pero sus compañeros se quedan con lo que se les antoja sin darle mayor importancia. Lo consideran estúpido por desdeñar el botín -botellas de whisky, radios, reproductores de cedés, un equipo de tiro al arco, revistas porno-, pero lo único que él quiere son fotografías: no las cosas, sino sus imágenes. Lleva ya algún tiempo procurando hablar lo menos posible en el trabajo. A Paco y Freddy les ha dado por llamarle El Mudo.
Tiene veintiocho años, y a su leal saber y entender, carece de ambiciones. De ambiciones desmedidas, en cualquier caso, y de ideas claras en cuanto a labrarse un posible porvenir. Sabe que no se quedará mucho tiempo más en Florida, que está llegando el momento en que sentirá el impulso de ponerse otra vez en marcha, pero hasta que esa necesidad emocional madure y se transforme realmente en acto, se contenta con permanecer en el presente sin mirar hacia delante. Si algo ha conseguido en los siete años y medio desde que dejó la universidad y se puso a trabajar por su cuenta, es esa capacidad de vivir en el presente, de limitarse al aquí y ahora, y aunque no sea el logro más laudable que quepa imaginar, alcanzarlo le ha costado considerable disciplina y dominio de sí mismo. No tener planes, que es lo mismo que carecer de deseos y esperanzas, contentarse con su suerte, aceptar lo que el mundo ofrece cada día; para vivir así hay que querer muy poca cosa, tan poco como resulte humanamente posible.
De manera gradual, ha ido reduciendo sus deseos hasta lo que ahora se acerca a lo justo. Ha dejado de fumar y de beber, ya no come en restaurantes, ni siquiera tiene televisión, radio ni ordenador. Le gustaría cambiar el coche por una bicicleta, pero no puede quedarse sin él, porque la distancia que debe recorrer para ir al trabajo siempre es muy grande. Lo mismo puede decirse del teléfono móvil que lleva en el bolsillo, y que le encantaría tirar a la basura, pero también lo necesita para el trabajo y por tanto no puede pasarse sin él. La cámara digital ha sido un lujo, quizás, pero dada la monótona y agotadora rutina del trabajo de limpieza, tiene la impresión de que le está salvando la vida. Paga poco de alquiler, porque vive en un apartamento pequeño, en un barrio humilde, y aparte de gastar dinero en necesidades básicas, el único lujo que se permite es comprar libros, volúmenes de bolsillo, narrativa en su mayor parte, novelas norteamericanas, británicas, traducidas de lenguas extranjeras, pero en el fondo los libros no son lujos sino necesidades, y la lectura es una adicción de la que no desea curarse.
De no haber sido por la chica, probablemente se habría marchado antes de fin de mes. Tiene ahorrado lo suficiente para irse a donde le dé la gana, y no hay duda de que está harto del sol de Florida, del cual, tras mucho estudio, cree ahora que es más perjudicial que beneficioso para el espíritu. Es un sol maquiavélico en su opinión, un sol hipócrita, y la luz que genera no ilumina las cosas sino que las oscurece: cegando con su continua y excesiva refulgencia, machacándole a uno con sus ráfagas de vaporosa humedad, de-sequilibrándolo con sus reflejos de espejismo y trémulas oleadas de vacío. Todo es brillo y resplandor, pero no ofrece sustancia, ni tranquilidad, ni tregua. Sin embargo, fue en esa luz en donde vio a la chica por primera vez, y como es incapaz de renunciar a ella, continúa viviendo bajo ese sol al tiempo que trata de reconciliarse con él.
Se llama Pilar Sanchez, y la conoció seis meses atrás en un parque, un encuentro puramente casual a última hora de la tarde de un día de mediados de mayo, el encuentro más inverosímil que quepa imaginar. Ella sentada en el césped, leyendo un libro, y él también sobre la hierba con otro libro en la mano, que por casualidad era el mismo que ella tenía, en la misma edición de bolsillo, con idéntica portada, El gran Gatsby, que él leía por tercera vez desde que su padre se lo regaló al cumplir dieciséis años. Llevaba allí veinte o treinta minutos, enfrascado en la lectura y por tanto ajeno a todo lo que le rodeaba, cuando oyó que alguien reía. Se volvió, y en aquella primera y fatal visión, mientras ella le sonreía allí sentada señalando el título de su libro, él calculó que aún no había cumplido los dieciséis, sólo una niña, en realidad, y de poca estatura además, una adolescente menuda que llevaba vaqueros muy cortos y ajustados, sandalias, y una brevísima camiseta, el mismo atuendo de cualquier otra chica medianamente atractiva de la parte baja de aquella Florida destellante de sol. Casi una criatura, dijo para sí, y sin embargo ahí estaba con los tersos miembros desnudos y un rostro despierto y sonriente, y él, que rara vez sonríe a nada o a nadie, la miró a los ojos negros y vivaces y le devolvió la sonrisa.
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