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Martín Olmos Medina

Escrito en negro

El cuerno de chivo

 

“Y así, el Kalashnikov, arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que pudo ser y no fue”

Arturo Pérez-Reverte

 

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El primer miércoles de abril, Dimitris Christoulas tocó el fondo de sus bolsillos sin encontrar por el camino ni un céntimo de resistencia. ¿Quién le había robado el mes de abril? Era un farmacéutico jubilado con setenta y siete meses de abril a cuestas, treinta y cinco años cotizados y una pensión menguante como la Luna Vieja, que dicen los rústicos que es la mejor luna para la poda. Dimitris Christoulas, con su pensión podada, con su abril robado y con su edad capicúa de dos guarismos suertudos se quedó sin efectivo para el café. Le esperaba mayo sin flores y un porvenir de menús de sumidero, liándose a guantazos por la sobra del basurero. Dicen que uno es viejo cuando ya no tiene planes y dicen que Dios aprieta pero no ahoga. El Fondo Monetario Internacional, como no es Dios, aprieta y se le va la mano, pero la culpa es nuestra, por tomarnos tres copas y a la última  invito yo, que es pronto para irse  a casa, cuando no debimos olvidar que somos gente de vino peleón y que el champán es para cuatro. El primer miércoles de abril Dimitris Christoulas se pegó un tiro debajo de un ciprés, en la plaza Sintagma de Atenas, delante del Parlamento Griego, y dejó escrito que no quería dejar deudas a su hija, ni comer las mondas del basurero, y que no había encontrado otro modo de reaccionar que poner un final digno a su vida. Dijo que era viejo para responder activamente, pero que sería el primero en seguir a alguien que empuñase un kaláshnikov. Christoulas no usó una referencia abstracta señalando a “alguien que empuñase un fusil”, sino que mencionó el rifle de asalto soviético diseñado por Mijaíl Kaláshnikov en 1947, el Cuerno de Chivo, el arma de fuego con un historial de un cuarto de millón de muertos al año que se ha convertido en el icono de la revolución y en el argumento tartamudo del que no le queda mucho que perder.

 

 

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El kaláshnikov es la muerte democrática, el fusil de asalto de los cholos y del negrerío bantú, de la morisma de Alá, de los parias de la tierra y de los narcos bigotudos con botas de yacaré. Cuesta una perra gorda, se aprende a usar en diez minutos y ofrece las prestaciones de una chaqueta de entretiempo, que te arregla una tarde que enfría en otoño y no te pesa en primavera. El kaláshnikov no es mimoso y le puedes descuidar como a una novia fea que cuando la vuelves a necesitar te consuela aunque no la invites a cenar en un tugurio con velas. Puede que no sea muy preciso pero sigue ladrando sumergido en un barrizal porque no es guapo ni es finolis y ficha en el tajo llueva, nieve o se caigan las moscas de puro calor. Se sabe de kaláshnikovs que siguen en la brecha después de cuarenta años y se ha comprobado que pueden seguir funcionando después de que les pase un camión por encima. El AK-47 (acrónimo de Avtomat Kalashnikova modelo 1947) fue diseñado por el suboficial de carros Mijaíl Kaláshnikov después de la Segunda Guerra Mundial. A Kaláshnikov casi le dejan manco cuando conducía un tanque T-34 en la batalla de Briansk, en el principio de la ofensiva alemana contra Moscú, y la leyenda quiere que dibujase el primer boceto de su fusil en el hospital, pretendiendo minimizar el riguroso mantenimiento que requerían las viejas carabinas Tokarev. El modelo original estaba basado en el Sturmgewehr 44 alemán, pesaba algo más de cuatro kilos, se alimentaba de un cargador curvo de treinta cartuchos del 7,62 y llevaba acoplada una bayoneta de machete. El Ejército Rojo lo adoptó como arma oficial de la infantería en 1949 y lo empezó a producir a destajo en la factoría de Izhevsk.

 

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El fusil de Kaláshnikov estrenó los pantalones largos en Vietnam, pegándole un repaso sin concesión al M-16 de los infantes de marina americanos nacidos para matar. El M-16 nació para matar en el patio de su casa, en un ambiente de asepsia y música de sala de espera, pero en el arrozal, en la húmeda selva y en el pantano se remilgaba como un chaval de clase media. El M-16 requería un mantenimiento exhaustivo, los casquillos tendían a deformarse dentro de la recámara y, debido a las tolerancias extremadamente finas de sus partes móviles, tenía que mantenerse inmaculadamente limpio para que no se arrugase en la mitad de la brega. El AK-47 en cambio disparaba hasta debajo del agua, recién peinado o con la cara sucia, conservaba su precisión hasta los cuatrocientos metros y podía ser manejado por un campesino sin formación militar. Se confirmó que era el mejor amigo de la guerra sin frentes y, a parte de comer en cualquier plato, tenía en común con el hijo del cura que nadie se ocupó de registrarlo, con lo que cualquier ingeniero capaz de contar hasta tres pudo clonarlo y ponerlo en circulación. Hoy se fabrica en más de quince países, con licencia o sin ella, y se estima que circulan más de setenta millones de kalásnikovs por el mundo, que han producido a destajo más muertes que las dos bombas atómicas, que el virus del sida y que la peste bubónica. Para Irene Khan, secretaria general de Amnistía Internacional, es el símbolo del descontrol del comercio de armas y, sin embargo, aún guarda cierto cartel de revolución, de cimitarra del descamisado, cuando en realidad lo empuñan los buenos, los malos y los regulares. Lo mismo está en la bandera de Mozambique que en el escudo de Hizbulá, y es el arma preferida de los que eligen el oficio de sicariar para el narco de Sinaola. Por allá lo llaman el Cuerno de Chivo y le hacen corridos norteños. Este lo cantan los Incomparables de Tijuana: “Estando en Aguascalientes/ fui a visitar a un amigo/ tuve en mis manos un arma/ llamada Cuerno de Chivo/ sus ráfagas son terribles/ no hay hombre que quede vivo”. El Chapo Guzmán tenía uno de oro y Gadafi otro (que para lo que le sirvió) y Bin Laden lo conjuntaba con su chilaba blanca, aunque decían que era mal tirador. Los chavales de la Camorra abren las chapas de las birras con el armazón de su gatillo y en Mogadiscio lo disparaban niños de cinco años porque apenas ofrece retroceso, en lo mercados del Yemen cuesta dieciocho dólares menos de lo que le pagaron a Judas por un beso y como consta de solo ocho piezas, el tonto del pueblo puede aprender a manejarlo en un cuarto de hora a nada que le ponga atención. El líder guerrillero congoleño Laurent-Désire Kabila confirmó el último extremo cuando dijo: “Un AK-47 es capaz de transformar en combatiente hasta a un mono”.

 

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No hubo kaláshnikov para Dimitris Christoulas y los que aún celebramos alguna digestión nos vemos obligados a pensar que fue mejor así, porque estamos seguros de que siempre hay una solución dialogada al hambre de los demás. De la misma forma que Kaláshnikov no patentó su fusil, los griegos no registraron el yogur, la democracia ni el sexo de retaguardia y hoy no pueden vivir de las rentas, con lo que hay que esperar que con las pocas que les queden debajo de la teja maten el hambre y no conviertan el ágora en selva, que luego cunde el ejemplo y acaba el alcalde en el río, qué culpa tendrá él. Que fuimos nosotros, que cogimos lo que nos ofrecieron sin preguntar. Como si todos los días fuesen domingo.

 

 

 

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Por Martín Olmos

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