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Martín Olmos Medina

Escrito en negro

Un bar de mala muerte

En el Mesón del Lobo Feroz desaparecían las caperucitas y se servía vino con zurrapa y coñac de garrafón.

“Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado”
Ernest Hemingway

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Hay tascas de parroquia fetén y propinera, de tapas de gambas, vino abrigador y fútbol de canal de pago, y hay tascas negras que no levantan la cabeza, de trago de garrafón, alfombra de serrín y aroma de bronca. Hay tascas malditas como hay castillos malditos en Escocia y no tienen remedio, nacen con el porvenir torcido y la barra vacía y borras en el café. Nacen con un cliente dentro que pide sol y sombra y con los churros de grasa incrustados en los relieves de la botella de Anís del Mono, sedimentados como el guano de las gaviotas. Lo que ya no hay son bares con cigarreras, limpiabotas y espías con gabardina. Por las tascas de mala sombra cae a veces un viajante que está de feria y se despistó, pero sale en seguida  porque no hay papel en el cagadero y se va a buscar una cafetería con croissants en la que mear no sea una ordalía. Las tascas malditas no tienen enmienda ni aunque cambien de patrón y alarguen la hora feliz y en ellas el vino sabe al vinagre que le ofrecieron a Cristo en la cruz y el periódico es de anteayer. A las tascas de mala muerte no van ni los que no tienen dónde ir, aunque haga frío afuera, y el tasquero se va arruinando, primero progresivamente y después del todo, y se le vuelve el carácter vinagre y te pone el café ardiendo cuando se lo pides templadito. Va alimentando su frustración detrás de la barra deshabitada y cría una agresividad como de cable pelado y se toma por lo personal que un hombrón con bigote le pida una menta poleo porque no quiere que le confundan con el ambulatorio. Un tasquero difícil es como un boxeador zurdo y hay que evitarlo en la medida de lo posible si no se andan buscando pleitos.

2

Un bar decente es sagrado como un monasterio y recoge a los solitarios que buscan ese lugar limpio y bien iluminado del que hablaba Ernest Hemingway, que entendía mucho de tabernas y no tanto de sí mismo. El Mesón del Lobo Feroz no era un lugar limpio ni bien iluminado y nació cuesta abajo, como el camino que conduce al infierno. Estaba en el nueve de la calle Lucientes, en el Madrid cañí del Mercado de la Cebada, y en los años sesenta fue un almacén de hortalizas que regentaba doña Nieves Aranda, que cuando cerró el negocio le traspasó el local al comisario Cándido Morales, un pasma que había caminado por  calles de muchas esquinas y las putas, cuando le veían asomar de redada, para avisar el agua, gritaban: ¡Que viene el lobo! Como el comisario Morales gastaba retranca puso tasca y la llamó el Mesón del Lobo Feroz, con letras góticas sobre un fondo que imitaba a un pergamino, y le pintó en la puerta al lobo de los tres cerditos de Walt Disney, que quedó entre inquietante y naif. El negocio nunca le marchó por rumbas y después de quince años se lo traspasó a Pilar la Rubia, que había sido madame, que convirtió el mesón en parada de las del oficio. Cuando en 1984 a la Rubia se le murió el moreno le mordió la morriña, se volvió para su pago y la tasca la recogió Irene Pardo, que le quería dar un porvenir a su hijo Santiago, que no acababa de encontrar su lugar en el mundo. Santiago Sanjosé Pardo tenía treinta años y una mano delante y otra detrás, le decían el Legionario porque había estado en el Tercio y había pasado por una docena de oficios que no le duraron. Había sido recadero en una molienda, cobrador de facturas, oficial en una imprenta y portero de finca. No se le conocía novia ni gracia para echársela y seguía viviendo con mamá. Santiago tenía bigote y mal beber, y el alivio le gustaba profesional pero se le arrugaba el estoque en el tercio de varas y se quedaba manso y luego no quería pagar el servicio. El vino le ponía bocón y montaba la brava porque decía que las golfas no le sabían levantar el ánimo y le tenían prohibida la entrada en varios burdeles. De alguno salió con el lomo escrito. Santiago no supo enderezar un negocio que venía de ser medio casa de charlar y no recogió parroquia, empezaba la jornada con coñac y la terminaba con cubalibres de ron y a la hora del cierre estaba curda el patrón en vez de la clientela. No tenía horizonte el Mesón del Lobo Feroz y  empezaron a desaparecer las caperucitas.

3

Una noche del final del verano de 1987, Santiago Sanjosé echó la persiana del Lobo Feroz dejando la botella de coñac a medio trago de la extremaunción y la caja sin llenar. Pensó que aún le quedaba jornada y se fue a la calle de la Cruz a alquilarse un amor. Apalabró servicio con Mari Luz Varela, puta de destajo, de veintidós años, adicta al jaco y madre de dos hijos. Quedaron en los mil duros y Santiago se la llevó en taxi al mesón, le convidó a una copa y la mató a puñaladas con un cuchillo de cortar jamón. Le dio dos mojadas en el pecho, con la mano derecha, que le atravesaron el corazón y el omoplato izquierdo y el jamonero se tronchó. Enderezó el filo contra la pared y le pegó otras tres que se atenuaron al cruzarse con la columna vertebral. Dejó el cuerpo a medio vestir en el suelo de la tasca, sobre un lecho de serrín y finales de Farias, y se fue a dormir al piso de su madre en la calle Espronceda. A la mañana siguiente se fue a Elche a la boda de su hermano, gritó que vivan los novios y bebió de gorra, y cuando regresó emparedó el cadáver en un nicho que mordió en la pared del sótano y que cubrió apenas con dos cajones de cerveza.  Poco más de un mes después, el día de la Virgen del Pilar, Santiago coronó la noche llevándose al mesón a una mulata de renta que acabó con el corazón partido por el mismo cuchillo del  jamón y escondida en la hornacina del sótano que ya empezaba a ser catacumba. Cogió el bar olor a desgracia, a vino de pitarra y a muerto y se fue yendo la parroquia escasa a otros bebederos. A la tercera marró, fue en navidad, Santiago Sanjosé reclutó a una de la germanía en la calle de la Cruz que se llamaba Araceli Fernández pero le salió peleona, la metió nueve puñaladas en el mesón, todas en la cara y en las manos, se le chafó el jamonero al dar en hueso y mientras se entretuvo en enderezarlo se le escapó la mujer sangrando y por sus gritos compareció la pasma. Se levantó atestado de muy poco rigor, dijo Santiago que la golfa le había querido robar y los polis dieron el asunto como lid de pendón y putañero que no habían cerrado acuerdo con la minuta. Y se fueron a tomar café, que la noche es larga. A Santiago Sanjosé se le doblaban los cuchillos, el suyo y el del jamón, y se le murió el negocio y ese mismo año lo cerró de deudas con el proveedor, taburetes vacíos y dos muertas en la bodega. Pasó dos años clausurado el local, como un mausoleo de faraonas con taxímetro, hasta que el comisario Morales se lo volvió a arrendar a otro emprendedor en 1989. El nuevo dueño hizo obra y los albañiles encontraron las calaveras del sótano, las llevaron al forense, que determinó cuando la diñaron, y la bofia echó las cuentas. Pescaron a Santiago Sanjosé cuando venía de pasar una semana en un psiquiátrico porque andaba sospechando, con rigor, que no le andaba bien la pensadera y le metieron quince años preso en la cárcel de Herrera de la Mancha, en donde estudió BUP.

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Por Martín Olmos

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abril 2012
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