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En buena lógica

¿Globalización o americanización?

Seguro que todos o casi todos lo habéis visto, pues circula desde hace meses por la Red: es la mejor versión de Stand by Me jamás realizada. Es algo así como una versión on line que atraviesa el mundo de parte a parte. Interpretada en perfecta sincronía por músicos callejeros en diversas partes del mundo, cada una con su propia sensibilidad musical, las distancias espaciales quedan borradas por una perfecta continuidad, un polifónico engarce de voces, instrumentos y estilos característicos de cada localidad: Santa Mónica (California), Nueva Orleans, Ámsterdam, Nuevo México, Toulouse, Río de Janeiro, Moscú, Caracas, El Congo, Gugulatu (Sudáfrica), Barcelona, Umlazi (Sudáfrica) y Pisa.

Pueden disfrutarla de nuevo pinchando aquí

http://vimeo.com/moogaloop.swf?clip_id=2539741

Esta versión me emociona, me pone los pelos de punta. La idea que subyace no es sólo que la música es un lenguaje universal, sino que, gracias a las telecomunicaciones, vivimos en un mundo más globalizado, más interconectado, más mezclado, más diverso y más rico. Lo cual parece formidable.

¿Son todas estas virtudes atribuibles a la globalización? La mundialización (así prefiero llamarla) tiene el innegable atractivo de permitirnos acceder de forma rápida y sencilla a aspectos de otras culturas, e integrarlos en la nuestra, como en una ciudad donde podemos elegir si cenamos en un turco, un marroquí, un griego, un japonés, un chino, un italiano o un indio, con sólo desplazarnos unas cuantas manzanas. Sin embargo, creo que se está presentando una visión demasiado idealizada de la mundialización, olvidando cuanto tiene de uniformación empobrecedora e infantilizante, americanización de la cultura y discurso dominante. En definitiva, me pregunto si el mundo no se está uniformizando aceleradamente, y estamos demasiado deslumbrados con el espejismo como para percibirlo.

A lo largo de los siglos las sociedades y civilizaciones han elaborado sus propias tradiciones artísticas, religiosas, sociales y culturales, delimitando sus espacios y sus identidades, y asistimos a un momento histórico insólito en el que se impone la ruptura de barreras, de fronteras, y donde las pequeñas culturas, las lenguas de los países menos poderosos, las tradiciones que no pueden competir con el progreso, pueden quedar anuladas o expuestas en el escaparate de las curiosidades del Gran Bazar Global. Las lenguas europeas, con excepción del inglés y el español, se encuentran en un proceso de devaluación (obsérvese el caso del francés y el alemán, antes preponderantes). Tendemos cada vez más al anglicismo, a la comida basura, al cine de Hollywood y a la sensibilidad Disney. Y no cabe duda que en esta mundialización, la cultura de los países árabes no tiene cabida, salvo por el Kebab o el Cuscús, y de su riqueza sólo nos interesa la petrolífera. De África si quitamos sus maravillosos paisajes de la sabana (con banda sonora de Memorias de África) y algún que otro cliché añadido de música negra, exporta poco. En cuanto al rally Dakar pasó a otro continente. Sirvan estas pinceladas anecdóticas para ejemplificar cómo la mundialización que vivimos tiene mucho de pura y simple americanización o, como mucho, occidentalización de los gustos, costumbres y símbolos culturales. Es decir, se impone la cultura dominante bajo el disfraz de “aquí estamos todos en igualdad de oportunidades”.

Vaya por delante que me agrada la mezcla de culturas, defiendo la universalidad, sobre todo la de los derechos fundamentales, pero me muestro algo escéptico con respecto a las maravillas que nos depara la mundialización, y creo, además, que está generando muchas tensiones al amenazar la identidad de aquellos países que no pertenecen a la corriente dominante, sobre todo los del mundo islámico y los de ese Oriente menos pintoresco como, por ejemplo, Birmania, o Mongolia, por citar algunos.

Para el que quiera leer algo de veras bueno sobre este tema, recomiendo un libro maravillosamente escrito: Identidades asesinas, de Amin Maalouf.

Por cierto, Stand by Me es una canción originalmente interpretada por un cantante norteamericano: Ben E King, que perteneció al también norteamericano grupo The Staples Singers.

Por Ignacio García-Valiño

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