Escuela pública versus escuela privada. La primera, sacudida por la masificación y la inmigración, vende la igualdad y la multiculturalidad (pomposo nombre para referirse a la marabunta inmigrante). La escuela privada vende la excelencia, y a un precio astronómico, por cierto. Es el gran negocio de la educación. Parece como si el futuro académico de los chicos se librara a la suma que se está dispuesto a poner sobre la mesa. La igualdad de oportunidades parece más que nunca un espejismo. En casi todas las capitales de provincia españolas suman más los colegios privados y concertados que los públicos. Y somos uno de los países de la UE con mayor proporción de centros privados. La escuela privada maneja argumentos poderosos: mejores puntuaciones en el informe PISA, índices bajos de fracaso escolar, idiomas, mejor disciplina (¿mejor convivencia?). La escuela pública afirma estar más conectada a la realidad, ser menos elitista, más diversa. Ya conocen los argumentos. Los hemos oído una y mil veces. Es la eterna discusión de sobremesa. Estatus, dinero…. ¿Y el talento? Como prueba de que la escuela no determina el futuro, la historia de la ciencia está llena de casos de genios autodidactas que fueron malos estudiantes en el colegio -es conocido el caso de Einstein- o que estudiaron en pésimas escuelas, como Michael Faraday, descubridor de la Ley de Inducción Electromagnética. En sus memorias reconoce que fue un niño arrabalero, de familia pobre y que con trece años, sin saber apenas leer ni escribir, hubo de abandonar la escuela para trabajar como aprendiz encuadernador. Su acceso al libro fue lo que le arrastró a la lectura y marcó su autodidactismo. Los libros lo salvaron de la ignorancia y lo auparon hasta la élite científica, como director de la Royal Society de Londres. Y aquélla Inglaterra victoriana sí que era una sociedad clasista. En esta competición a ver quién ofrece mayor calidad educativa, a menudo se olvida que la enseñanza no produce aprendizaje, sólo lo facilita. Es obvio que para quien no tiene una disposición a aprender, no hay maestro que valga, y lo contrario: quien tiene curiosidad de verdad, aprende hasta en las letrinas de la cárcel. Así pues, si la educación ayuda, pero no forja, tal vez estamos exagerando la importancia de las escuelas, o concediendo una responsabilidad excesiva al papel del profesor, como si no hubiera otras variables en la ecuación para inferir el resultado. Quien tiene verdadera curiosidad hace de la labor de un docente un auténtico placer. Y la curiosidad no se enseña. Venganza tardía (Tres caminos a la escuela), el último libro de Ernst Jünger habla también de todo esto y narra cómo el camino a la escuela (o lo que se ve por la ventanilla del autobús cada mañana) es tan importante como la escuela en sí misma. Jünger también fue un mal estudiante en la escuela, probablemente sus profesores lo considerarían mal capacitado para menesteres intelectuales, como escribir libros.