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En buena lógica

Insultos misóginos

De vuelta de unas largas vacaciones en una aldea perdida en la montaña, en contacto con la naturaleza cual Edith Holden, regreso al mundanal ruido urbanita y compro la prensa para ver qué se cocina por estos lares, y no tardo en dar con una de esas columnas de opinión que te revuelven las tripas.

Y es que circulan no pocos misóginos por las páginas de nuestros periódicos nacionales, que no tienen inconveniente en ceder su espacio de opinión a los agitadores radicales de verbo bilioso. De todos ellos, los peores son los que denigran a las mujeres con el argumento de su físico, para defender, por ejemplo, sus convicciones políticas. Misóginos resentidos por su torpeza con el sexo opuesto, por su incompetencia emocional. Ganas dan de preguntarle: ¿quién fue la que te hizo así?

Buen ejemplo lo tenemos en cierto escritor ganador del Planeta (cuando era muy joven) y comentarista de un programa de Intereconomía, (por si alguien no sabe aún de quién hablo) quien, en uno de sus últimos artículos califica a Trinidad Jiménez de “ajamonada” además de aludir sarcásticamente al potencial erótico de las “señoras jamonas”, porque este señor, además de presumir del catolicismo más conservador, utiliza con frecuencia expresiones rijosas como “echar un polvo” a una jamona, en sus columnas de prensa. Autor que, por cierto, no es ningún ejemplo de delgadez que digamos.

No entiendo qué ventajas le aporta a un escritor hacerse con un nicho de opinión si es para hacer gala de su falta de estilo y su torpeza mental. ¿Cómo podemos acercarnos sin prejuicios a sus novelas en el caso de que sean verdaderas obras literarias? En mi caso, que leí con placer las primeras que publicó, lo he arrumbado al foso de los proscritos, por la arrogancia con la que se conduce y sobre todo por su manifiesta misoginia, con el beneplácito de la redacción de su periódico. Cierto que a un novelista deberíamos juzgarlo sólo por sus novelas, no por su vida ni por su ideología; no obstante algunos logran ser tan aborrecibles que ellos mismos espantan a sus lectores.

Por Ignacio García-Valiño

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