
Me entristece constatar que algunos escritores se van, se mueren, como si los escritores no murieran igual que los demás, como si cualquier hombre no muriera como cualquier escritor. Ingenuamente creemos que los grandes autores vivirán por siempre en sus libros, burdo consuelo. Los nuevos tiempos han echado por tierra la idea de la posteridad. Todo se ha vuelto caduco, todo se reemplaza, todo queda centrifugado y sepultado por la novedad. El mundo rural que retrató Delibes también ha dejado de existir. Cuando leí Los santos inocentes, con quince años, todavía aquellas brasas estaban calientes. Nuestros abuelos venían de aquel mundo. Aquellos abuelos ya no están para contarlo. Ha cambiado el paisaje, han cambiado las formas de narrar, el mundo rural también se va perdiendo de nuestra narrativa.
Miguel Delibes constituye un modelo de honestidad literaria y un modelo de escritor honesto. Su escritura sencilla y despojada, la palabra exacta, la sobriedad, la humanidad. Lo comparo con Ramiro Pinilla y Sender: escribieron la crónica del pueblo alejados de los fastos y la pompa, de la presunción, del personalismo. Las obras de Delibes, Sender y Pinilla son claves para entender la España rural que dejó la guerra civil. Ahora que los escritores de mi generación reivindican el nocillismo, la novela mutante y la fragmentación, yo me siento más cercano de estas viejas glorias, las vivas y las muertas. Me aburren los nuevos trucos de los viejos números, me aburre la prosopopeya, la teoría literaria, el alarde de ingenio. Corren malos tiempos para el escritor. La figura del autor será otra, no sabemos cuál. No sabemos qué derechos nos respetarán. Miguel Delibes ha muerto, y también está muriendo una forma de ser escritor, de entender el oficio y la figura del escritor, y de considerar la literatura de autor