A Miguel Delibes, In Memoriam
Se habla mucho de la ciudad del futuro, de un futuro no muy lejano, tal vez a sólo una década de distancia; una ciudad que podremos ver y disfrutar. Todos los proyectos apuntan a una ciudad ecoeficiente en consumo de agua, electricidad y otros recursos, donde empieza a cobrar importancia la inteligencia artificial en los aparatos de uso cotidiano, llena de sensores que nos envían toneladas de información a nuestros ordenadores del tamaño de agendas. Los coches serán más silenciosos, seguros y menos contaminantes. No sabemos aún qué energía los impulsará, si tendrán baterías de litio o de azúcar moreno, pero lo que es seguro es que seguirá habiendo mucho tráfico y aparcar será una odisea. Y los que quieran ir en bici lo seguirán llevando crudo.
La urbe del futuro será más segura, llena de microcámaras, y el ciudadano será todavía más transparente, con menos privacidad. El ciudadano de cristal será, como dice Wolfang Sofsky, el súbdito transparente, todos los datos disponibles estarán a disposición del poder público. Habrá sensores de vigilancia conectados a la Policía. Puede que en quince o veinte años veamos ya robots por las calles, y que les podamos poner la zancadilla. Habrá androides limpiando las calles, recogiendo las basuras, limpiando el alcantarillado y haciendo esas labores ingratas que ya no querrán hacer los inmigrantes. Y si la máquina expendedora del garaje no nos devuelve el cambio, o no nos pica el billete, el tipo tras la mampara de cristal será un busto robótico parlante.
Los sistemas tecnológicos de tráfico, edificios, hospitales… estarán conectados entre sí. Y habrá publicidad por todas partes, como en la ciudad de Blade Runner. Y las farolas de la calle serán “inteligentes”; habrá una red de alumbrado “ecoeficiente”, que regulará su intensidad en función del número de peatones, y tendrán sensores que nos informarán a tiempo real de la temperatura, la contaminación y el ruido.
Todo esto es impresionante, pero me pregunto si esta digitalización del discurrir urbano mejorará nuestra calidad de vida. Mi imagen de una ciudad ideal del futuro no es aquella plagada de microprocesadores que nos aturden de información simultánea, no aquella donde un robot nos ponga en el cubo las palomitas de maíz de un cine en 3D, sino aquélla donde puedes desplazarte en bicicleta sin acoso automovilístico, andar por zonas peatonales, subirte a un tranvía, donde los niños puedan jugar y donde poder disfrutar de buena cultura y buena gastronomía. Tal vez en ese futuro digital se añore la sencillez. Entonces, será un lujo sólo accesible a los ricos retirarse a una casa rural rodeada de naturaleza, sin cámaras ni sensores, donde puedas disfrutar de tomates analógicos, que no digitales, y otros productos de la huerta. Los de clase media nos tendremos que conformar con quedarnos en la ciudad sabiendo en qué segundo exacto llegará el autobús eléctrico a nuestra parada. Y nos meteremos en salas de cine para vivir la fantasía de un mundo azul de seres en armonía con la naturaleza, como el mundo azul de Avatar, Pandora, que se ha convertido en el nuevo icono del paraíso perdido y añorado por millones en todo el mundo. ¿Por qué los androides soñarán con ovejas eléctricas y nosotros soñaremos con el mundo azul de Avatar? Porque la tecnología no nos aniquilará el instinto animal, la necesidad de los entornos naturales, el contacto con nuestro origen evolutivo. Ningún edificio inteligente podrá suplir la autenticidad de un entorno virgen, no contaminado. Pero entonces tal vez el paisaje natural haya sido destruido por completo.
Tal vez muchos prefieran morir antes de vivir en esas ciudades, los que ansiamos la sencillez, la autenticidad, como Miguel Delibes.
