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En buena lógica

Altruismo radical

Vengo de otro blog que me encanta: “Apuntes científicos desde el MIT, de Pere Estupinyá, donde se aborda el tema del altruismo desde las aportaciones de la genética y la biología, y trata de responder a la cuestión de si los valores morales forman parte de nuestra naturaleza. Yo creo que ciertamente no, que no nacemos con ellos, sino que se aprenden a lo largo de la vida, sobre todo si te tratan bien, pero también estoy convencido de que tenemos una disposición natural a que esos aprendizajes prendan en nosotros y nos despierten inclinaciones naturales a ayudar a los demás, y que esto no va necesariamente contra nuestro instinto de supervivencia, en el sentido darviniano del término.

Parece fuera de debate, por incontrovertible, que tenemos más de un gen egoísta, que nos movemos por intereses aunque queramos aparentar lo contrario, y que el provecho propio nos hace ser amables y serviciales, en esta cultura del hiper individualismo. Que somos unos cabrones es evidente, y la Historia da pruebas sobradas de ello. ¿Hay quien lo dude? Lo que despierta la curiosidad de los científicos y también de los psicólogos es: ¿cómo, a pesar de ser esto cierto, observamos comportamientos tan genuinamente altruistas? Los escépticos responden: para sentirnos mejor con nosotros mismos, para limpiar nuestra conciencia, etc. En definitiva, quienes niegan que el altruismo sea una inclinación natural, afirman que ciertos actos aparentemente generosos, como dar un aguinaldo a un pobre, nos reportan una ventaja psicológica, por lo que en el fondo son actos de egoísmo. Según esta visión, Teresa de Calcuta, por ejemplo, no fue realmente altruista, sino que se movió por el interés de ganarse el cielo (o librarse del infierno). Voy a explicar aquí por qué considero que esto es falso, por qué creo en el altruismo radical, sin atenuantes. Se trata de una experiencia personal que hasta ahora sólo he contado a mis amigos y más allegados.

En quechua los llaman “huaycos”. Son avalanchas que bajan rugiendo de la montaña, tremendas lenguas de tierra, piedras y material de arrastre, que arrasan poblaciones enteras causando tragedias. Bajaban en época de la avenida, como un derrumbamiento de los cerros. En las zonas andinas son la maldición de las montañas.

Yo lo viví hace muchos años un huayco, en Aguas Calientes, un pueblo al pie del Machu Picchu. La avalancha causó cientos de víctimas y desaparecidos y unos mil quinientos turistas atrapados, esperando ser evacuados. Me pilló cerca, en la localidad de Santa Teresa, y todos salimos corriendo por las vías, que estaban cortadas por el lodo y las piedras, a ayudar en las tareas de rescate. El pueblo estaba sepultado bajo los escombros: piedras, barro, troncos, tejados de zinc, trozos de muros… Los equipos de salvamento tardaron muchas horas en llegar en helicóptero desde Cuzco y Lima y era urgente actuar. Muchos voluntarios se metían reptando bajo las montañas de escombros, jugándose la vida para salvar otras vidas. ¡Sabían a lo que se exponían, y no se lo pensaban!

Todos allí donamos sangre en el hospital de campaña que se improvisó, conmocionados; entre escenas pavorosas llevamos heridos a los helicópteros, pero lo que más me impresionó, más que el espectáculo de la muerte, fue el de los voluntarios “topos” que se metían donde ningún especialista se hubiera atrevido, entre estructuras que se tambaleaban, y algunos se quedaron atrapados.

No me pregunten qué genes hicieron eso posible, cómo se entiende desde la teoría de Darwin, en la que el instinto de supervivencia prima sobre cualquier otra ley: cuando has vivido esto, lo has visto con tus propios ojos, todo lo demás te sobra.

Por Ignacio García-Valiño

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