¿Somos como creemos ser, o como nos ven los demás? Todos nos cremos seres absolutamente singulares. Recuedo una de esas frases cojonudas de Bogart a una chica: “soy el típico tipo singular”. Es verdad; la creencia en nuestra singularidad nos nivela e iguala. Pues si esto le parece poco halagüeño para su singular ego, escuche esto otro: algunos psicólogos afirmaban que nadie (ni siquiera usted) tiene una personalidad íntima, un “yo” esencial, sino que somos el calidoscopio de identidades que adquirimos en nuestra interacción con los otros: la forma en que nos perciben, eso somos. En otras palabras: somos la máscara (en latín, persona). Somos las máscaras.
Lo interesante de esta visión es que nos consuela a quienes nos damos cuenta de que mostramos a menudo la cara más conveniente. No podemos mantener un “yo” consistente e invariable al relacionarnos: se hace tan flexible y adaptable a la percepción del interlocutor, que a veces ni nosotros mismos nos reconocemos.
Pero es demasiado nihilista admitir que debajo del camaleón no hay nada, ningún “yo” real e único. ¿Acaso cuando estamos a solas nos diluimos en el vacío? Personalmente, me quedo con la reflexión de Pavese: “todo lo que no podemos hacer solos, disminuye nuestra libertad”.
El uso inevitable de las máscaras no es sinónimo de hipocresía. Hipócrita es quien aplica la doble moral en provecho propio. Es el gobierno que invoca la paz para emprender la guerra, es quien sostiene: “todos sabíamos que Sadam tenía esas armas, que las encuentren o no, es otra cosa”.
Ser flexible y cambiante no es ser hipócrita. Pero hay personas que siempre ofrecen la misma máscara rígida de hormigón armado, demasiado inquebrantable para ser cierta. Anaxágoras dijo: “si me engañas una vez, tuya es la culpa; si me engañas dos, es mía”.