La de ayer fue una noche para recordar. Quizá cuesta decirlo por el modo en que se quebró la ilusión cuando el árbitro señaló el final. Pero el Athletic, una vez más, nos hizo creer. Eran muchos los que pensaban que el sueño de ganar al mejor equipo del mundo era una suerte de quimera de forofos, una arenga destinada a los creyentes más fieles, un invento de quienes rebuscaban en la hemeroteca intentando atisbar de nuevo a los dos reyes de la Copa. San Mamés, tercamente, les llevó la contraria. Y los más de 40.000 que pudieron vivirlo -y que acabaron sentados incluso en las escaleras-, no podrán olvidarlo.

La imagen que nos quedará del Athletic-Barcelona de ayer es la de Xabi, Piqué, Villa, Iniesta y Messi -la lista resulta interminable- abrazándose tras empatar contra el Athletic. Hicimos sufrir al Barça de Guardiola para pasar la eliminatoria, ése que escribe la historia como si tal cosa. El Athletic resistió estoicamente 165 minutos, con una concentración admirable y con un esfuerzo físico que nos pasó factura en la segunda mitad. La entrada de Iniesta acabó por desnivelar una balanza donde el Barcelona tenía las de ganar y donde el equipo de Caparrós contaba, una vez más, con una afición incomparable que le empujaba desde el hotel y parecía llevarlo en volandas a la siguiente ronda.

El gol de Abidal puso a prueba la fe de los rojiblancos. Salimos airosos, orgullosos, logrando incluso el empate de la mano de Llorente. Y volvimos a creer hasta el instante preciso en que el árbitro se llevó el silbato a la boca para declarar el final de la batalla. Caídos pero invictos. Aplaudiendo al rival con una deportividad admirable, imposible en la mayoría de los campos. Con la cabeza bien alta. A un centímetro de la epopeya ante los mejores del mundo. Dicen que acabó el sueño. No estoy seguro.