San Mamés vivió ayer una de sus grandes noches. Un día de esos en que la lluvia se mezcla con el barro y el sudor y uno se abraza al compañero de localidad como si fuera un amigo del barrio. Yo cambié mi asiento habitual gracias a mi buen amigo Patxi y acabamos pegando saltos en una preferencia bajo el diluvio universal. Los doce minutos que separaron el 2-1 de Llorente del cruel empate final de Messi los disfrutamos a tumba abierta. Rumbo al metro, empapado y orgulloso, pude escuchar a un par de aficionados del Barça decir que habían “salvado un punto”. Un final que todos habríamos firmado antes de empezar.
Qué gran noche, qué lluvia, cuánta pasión, qué de fútbol, qué emoción y qué pena. Siempre digo que el prototípico orgullo bilbaíno se cimienta en noches como esta. El Athletic plantó cara al Barcelona de Guardiola, aguantó sus envites y supo jugar sus cartas. Dos órdagos: el de Herrera, en el minuto 19 y el de Llorente una hora después, llegaron a ponerlo contra las cuerdas. Tres segundos de despiste bastaron al Barça para mostrarse tan letal como suele. Cortamos la racha de imbatibilidad de Valdés antes de que llegara a los 900 minutos. Y a punto estuvimos de tocar la gloria.
Qué bien jugó el Athletic. Quién nos iba a decir que echaríamos de menos un patadón de vez en cuando. Contra el Barça y con el campo tan rápido (aguantó bien para lo que cayó), nos empeñamos en sacar el balón jugado. Y lo hicimos con criterio. También nos sobrepusimos a un árbitro con doble vara de medir. Todos rindieron a un nivel muy lato y Muniain, Susaeta, Herrera, Iraizoz y Llorente -cómo celebro esos cánticos de reconocimiento a nuestra estrella -dieron lo mejor de sí. Entre todos forjaron una de esas noches mágicas que hacen afición.