No ha hecho falta ganar la Copa para que Bilbao recupere sus colores más queridos, para que los reivindique contra viento y marea. Para que vuelva a ilusionar a mayores y pequeños. Para volver a ver un recibimiento con aires de gabarra -sin serlo, porque no se pudo ganar- en el que la afición volvió a mostrar la gigantesca talla de la que siempre hizo gala. Somos la envidia de muchos equipos por esa identificación casi religiosa con un sentimiento. Tiene mucho de irracional y también una belleza incomparable. Hace poco decía que quizá seamos la mejor afición del mundo. Hoy es evidente. Sobraba ese quizá.