No sé a ustedes, pero a mí me da cierta envidia que la cantera del Barça haya podido sacar a un jugador como Leo Messi. Un pedazo de portento que a sus 22 años ha conquistado los corazones de los futboleros de todo el mundo (en Argentina, solo a la mitad, porque la otra mitad sigue pensando en Maradona) y al que ensalzan incluso los equipos contrarios. Y vista su edad y progresión, aún faltan muchos años de buen futbol salido de sus botas, si las lesiones y los rivales le respetan.
El respeto de los rivales es quizá la kriptonita de este supermán del fútbol. Porque a un jugador como éste, sólo se le puede parar a base de marrullerías, golpes y entradas al tobillo que le amilanen y consigan amedrentarle para que no pueda fabricar esas jugadas con las que deja sorprendidos a propios y extraños. Messi no es de este planeta. Y a un extraterrestre solo hay una forma de quebrarle el ánimo. Así que de cara al espectáculo, es necesario que goce de la protección de los árbitros.
No pido un trato de favor hacia el astro argentino; todo lo contrario. Reclamo la atención de los jueces del fútbol para que cuiden este filón, porque son jugadores como él los que consiguen aún que este deporte siga interesando incluso a quienes no les gusta el fútbol. Y aunque solo sea por salvar el espectáculo, la FIFA, la UEFA o quien sea debe declarar a Messi patrimonio universal.
Un jugador de este tipo suele envanecerse de inmediato, a nada que le acompañen los resultados. Pero Messi es diferente hasta en eso. Vergonzoso, como un niño tímido, sus palabras tras marcar cuatro goles en un partido de Champions apenas si dejan traslucir el verdadero carácter de este chaval nacido para el fútbol. Se gana la vida con los pies y casi huye de los medios. Es como ha sido toda su vida: un crío al que le vuelve loco el fúbol y que enloquece las canchas en cuanto se enchufa al partido; y parco en palabras hasta la desesperación.
Los periodistas no sacan de él, las pocas veces que habla, una mala palabra sobre el contrario, los compañeros, el entrenador o el árbitro. Siempre con una sonrisa en la boca, aun consciente de su hazaña, se refugia en sus compañeros de vestuario y apenas si deja traslucir el monstruo futbolístico que lleva dentro y que solo se deja ver durante los noventa minutos de partido. Un auténtico depredador del área. Ni antes ni después es el mismo. Otros, con menos artes, se pavonean de sus conquistas y alardean de no sé cuántos méritos, sin acordarse de sus compañeros ni de su club. Messi es otra historia. Hasta ayer sólo cinco futbolistas habían anotado cuatro tantos en una noche de Champions. Messi ya puede presumir del mismo acierto que un día firmaron Marco van Basten (1992), Simone Inzaghi (2000), Dado Prso (2003), Ruud Van Nistelrooy (2004) y Andrey Shevchenko (2005).
Tan es así que el planeta fútbol se rinde a sus pies. La mejor definición que de él se ha hecho salió de la boca del entrenador del Arsenal a poco de acabar el encuentro: “Es un jugador de Play Station”, aseguró Arsene Wenger. Y es verdad: todo o casi todo lo hace bien: centra, se desmarca, regatea, chuta, empuja, controla a las defensa, busca el balón, controla el juego y sortea a cuantos rivales salen a su encuentro.
Si este sábado en el Bernabeú le respetan los contrarios, seguro que tenemos de nuevo espectáculo. Pero mucho me temo que no va a ser así; y que el espíritu merengue, consciente de que se juegan el todo o nada en esta liga, no le va a dejar jugar. Pero incluso así, Messi tratará de responder como él solo sabe hacerlo: tratando de jugar al fútbol, evitando en lo posible las tarascadas y apoyándose en sus compañeros de equipo. Un equipo que ahora juega para él, y que tratará de protegerle todo lo que pueda.
A este pedazo de jugador, sólo le veo un problema: no tiene un abuelo vasco. Así que es imposible que juegue, con el declinar de los años, en el Athletic. ¿Ni por un Messi cambiaríamos de parecer?