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Ángel Lázaro

El cascarrabias

Ruido en el cine

El otro día fui al cine. Hacía ya bastante tiempo que no veía una película en pantalla grande, como Dios manda. La verdad es que no recordaba por qué dejé de ir a las salas cuando era una práctica casi semanal en mi vida. Pero ahora me he acordado.

El filme en cuestión iba precedido de un par de trailers de otras cintas, aún sin estrenar, y un divertido (así me lo pareció) aviso sobre el apagado del teléfono móvil. Justo en ese momento sonó uno en la sala, ante el jolgorio general de la grada.

El cine estaba lleno. Como casi todos los espectadores, tenía entre mis manos una abultada caja de palomitas (el negocio debe de ser jugoso cuando la mayor parte de las salas han decidido vender directamente el producto). Peor era lo de las pipas en mi juventud en aquellos cines de barrio. Nada que ver con lo de ahora.

Una fila detrás de la mía dos chicas no paraban de hablar de sus cosas. En realidad no habían dejado la cháchara desde que entraron aún con las luces encendidas diez minutos antes del inicio de la peli. Yo llevaba cinco más esperando. Casi no les había prestado atención porque en la sala había cierto bullicio, como suele ser habitual cuando se concentran medio centenar de personas. Pero con el silencio, su conversación llegaba perfectamente a mis oídos. Ya callarán, me dije. ¡Qué equivocado estaba! Llevábamos quince minutos de proyección y seguían con su perorata. ¿Por qué se sientan siempre a mi lado los más charlatanes del cine? Este es otro de los premios que suelo obtener en esa lotería para la que nunca llevo billetes.

Pero eso no fue lo peor. Al parecer las palomitas del cine es un género poco apetecible para mis vecinas de película (y para otros muchos espectadores), por lo que se habían surtido con otros productos (todos ellos, al parecer, con envoltorio) en algún comercio de la zona. Total que cada vez que enredaban en la bolsa de plástico, donde guardaban sus ‘golosinas’, hacían un ruido más que considerable. Imaginen la escena: cháchara imparable, movimiento de butacas, bolsa de plástico achuchada, desenvoltorio del papel de los caramelos (debían ser blandos porque el consumo era incesante) y repetición incesante de la operación.

Media hora de cinta y mi sentido del oído (quizá sea el órgano sensorial más desarrollado de mi cuerpo) apenas podía soportar los ruidos que se sucedían en la fila posterior a la mía. Lo de menos ya era el film, porque apenas me podía concentrar. De mala leche y armado de valor, decidí encararme. Volví mi cabeza y les espeté con toda la firmeza que pude ¿podéis parar ya? Una de ellas, supongo que la más descarada, me contestó “ni que estuviera en casa viendo la tele con mi padre: ¡Déjanos en paz que nos perdemos la trama!. Como un perro apaleado, me refugié en mi asiento aguardando el final del film; no me gustó

Por Ángel Lázaro

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