Lo siento, pero he de confesar que no me gustan las fiestas. No sé si será la edad (supongo que algo sí influirá), pero reconozco que desde hace diez años procuro no pisar el ambiente festivo; y si alguna vez lo he tenido que hacer, ha sido por motivos profesionales. Quizá también mi aversión se deba precisamente al ejercicio de mi profesión. Durante años he tenido que ‘sufrir’ la Semana Grande de Bilbao, en vivo y en directo, y tratar de conseguir lo mejor de ella para trasladar el ambiente a quienes no podían respirarlo o para aquellos que estaban dentro y querían juzgar cómo lo contábamos. De cualquier forma, insisto, que no me siento feliz cuando llegan estos días.
En mi condición de cascarrabias, soy plenamente consciente de que mi desagrado hacia la Aste Nagusia es quasi sustancial a mi espíritu. Pensaba, además, que era un ser más raro de lo normal, pero en esta última década he comprobado que no estoy solo. Somos muchos los que repudiamos unas fiestas como las que se viven en nuestras calles durante estos días.
La ciudad que presume del Guggenheim o la torre de Pelli (¡cómo crece la estructura que albergará la sede de Ibredrola!) o el puente de Calatrava y que pretende atraer turistas de todo el mundo ofrece un espectáculo lamentable durante los días de la Semana Grande. Reconozco que los servicios de limpieza hacen ímprobos esfuerzos por tapar los desmanes que se cometen, pero son tantos y tan extensos que se hace difícil ocultarlos a los ojos (y las narices) de los viandantes. Esta moda de instalar casetas y tsosnas en cualquier punto de la villa, al amparo de un bar o local de renombre, no es lo más idóneo para una ciudad que aspira a destacar en el mundo. Olores entremezclados a vino, sidra, meados, productos de limpieza y agua estancada en muchos lugares de la villa que no animan precisamente a la visita de los foráneos. Y no son precisamente espacios recónditos, sino todo lo contrario y se sitúan en zonas neurálgicas de Bilbao.
Tampoco parecen adecuados algunos de los horarios de los espectáculos de música. Sin ir más lejos, las actuaciones en Botica Vieja se adentran peligrosamente en horarios de madrugada destinados al descanso nocturno de los bilbaínos. Parece preciso recordar que no todo el mundo está de vacaciones y que hay aún muchos ciudadanos que deben madrugar para ir a sus trabajos diarios. El concierto de anoche, por ejemplo, terminó pasadas las 3.30 de la mañana; imagínense hoy la cara de esos trabajadores que apenas si han podido conciliar el sueño.
Por no hablar sobre el derroche de decibelios en esos mismos horarios. Creo que la normativa sobre el ruido deja en 55 decibelios el límite durante las horas nocturnas. Dicho lo cual, salta a la vista (aunque mejor sería decir al oído) que se incumple sistemáticamente la normativa en esta materia. La música se percibe claramente en medio Deusto, Olabeaga e incluso llega hasta algunos puntos de San Ignacio en condiciones favorables deviento. De verdad, que me compadezco de los vecinos de Jon Arrospide que se sitúan en paralelo al espacio de Botica Vieja.
Prefiero no seguir profundizando en otras causas más psicológicas e incluso sociológicas sobre las fiestas de esta villa. Y haberlas haylas (culto al alcohol, sobredimensionamiento, mal gusto, politización, etc), pero no creo que éste sea el espacio más adecuado para ello. Simplemente, quería expresar mi desacuerdo con el modelo festivo que sigue imperando en Bilbao, pese a que no todo el mundo se encuentra en su salsa. Y aunque quede mal decirlo, alguien debe poner la primera pica. Por eso me llaman cascarrabias.