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Ángel Lázaro

El cascarrabias

Música en el metro

Parece que la tengo tomada con el metro. Y, de verdad, que no es así. Simplemente que soy un usuario muy habitual del suburbano. Desde que se inauguró (el 11 del 11 de 1995, a las 11 de la mañana) he dejado de usar el coche para ir a trabajar. A la cuestión.

El metro da mucho de sí. Seguro que más de uno ha vivido la escena que voy a tratar de describir. Entras deprisa al coche (vagones son los del tren, según la jerga ferroviaria) porque has visto desde el andén un sitio vacío; casi sin pensar, como un autómata, consigues alcanzar el objetivo, al que no solo aspiras tú sino otros tres avezados viajeros que han tenido la misma visión: un asiento que acaba de quedar vacío y que ningún culo ha logrado ocupar hasta tu llegada. Te sientas satisfecho por la hazaña y te dispones a llenar el sudoku del gratuito que acabas de coger en la boca del suburbano.

Te tocó. Con la lotería no consigues ni un premio. Pero en este sorteo, para el que no compras ninguna papeleta, tienes siempre las de ganar. ¡Qué casualidad! El chun-ta-chun-ta-chun resuena a tu lado como si tuvieras un altavoz pegado a tu oreja. Miras al vecino de asiento y de reojo a los otros dos de enfrente, sin atisbar de dónde procede la machacona sintonía. Te vuelves, sin disimulo alguno y lo ves; no solo lo oyes. Un individuo (también hay individuas, pero menos) de una edad muy cercana a la tuya y que parece dormitar tiene uno de esos modernos aparatos de música en alguna parte oculta de su vestimenta. Pero los auriculares que atisban en sus orejas, lo delatan. Ninguno de tus acompañantes parece sentirse especialmente afectado. Todos no son tan cascarrabias. Sin embargo, la pesada melodía se hace cargante en mis oídos. Supongo que muchos de mis compañeros de viaje sienten lo mismo, pero lo disimulan mejor. Tras otras tres o cuatro miradas hechas con descaro, el individuo (o la individua) sigue indiferente a mis calladas protestas con su armónica composición. El chun-ta-chun-ta-chun-ta resuena en mis oídos mucho más alto que los avisos del metro o ¿es solo una impresión mía?.

¿Por qué tenemos que aguantar esos sonidos sin que el agresor se sonroje ante nuestras miradas? Sé que no soy el único que está hasta el gorro de esta percusión que martillea nuestras cabezas. Soy consciente de que hay mucha más gente a la que le molesta esta situación. Pero ninguno de nosotros se atreve a hacérselo notar al sujeto de marras; no solo por educación, sino por no sufrir el ridículo insolidario del resto del coche. ¡Qué se va a hacer!

Por Ángel Lázaro

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