¿Hay alguien ahí? Por fin vuelvo a mi puesto y aquí estoy. Verán, he tenido algunos problemas que me han apartado de mis obligaciones más de lo previsto. Tienen que ver con la salud y eso me ha sumergido durante mes y medio en la sanidad italiana. Es un mundo imprevisible y muy inestable con las características locales: el sistema básicamente es caótico, se depende de la persona que te toque. Como siempre, el peso recae sobre los individuos, las estructuras no ayudan nada. Hay lugares de fama que todos ambicionan y agujeros negros de los que se escapa, con leyendas cambiantes de lo que ocurre en cada sitio y un constante intercambio de información coloquial para actualizar rumores. Se produce como en ningún otro ámbito esa sensación italiana de estar en manos del destino o, para otros, la providencia. En Italia es fácil tener conversiones, es un ambiente propicio para la fe en todos los sentidos.Se vive en una especie de realismo mágico, o dramatismo mágico, según como vaya, que no sé explicar, salpicado de hechos increíbles y que hace tomar la vida como viene, como en un país tropical. Luego uno no se extraña, como me ha pasado hoy en un estanco, de ver un libro de 300 páginas para interpretar los sueños con números, con 10.000 conceptos traducidos en cifras, para jugar a la lotería. Estaba ahí para consulta, como el listín telefónico, muy manoseado. La vida misma es una lotería.
Miren por ejemplo lo que le ha pasado en estos mismos días al pobre Lamberto Sposini. Es un presentador muy conocido de la tele, locutor de informativos, de 59 años, y estaba en los estudios de la RAI en Roma a punto de empezar un programa cuando cayó redondo con una grave hemorragia cerebral. Llamaron a una ambulancia y tardó en llegar 40 minutos. Luego le llevaron al hospital Santo Spirito, pero allí descubrieron que el departamento de neurocirugía se había cerrado en enero, por los últimos recortes en la sanidad. Estamos en mayo, pero al parecer aún no se habían enterado. Así que volvieron a meter al pobre Sposini en la ambulancia y se fueron al Policlinico Gemelli, en la otra punta de la ciudad, donde por fin llegaron más de dos horas después del desvanecimiento y le operaron. Sigue ingresado.
Si a Sposini, que es famoso, le pasa eso en la sede central de la RAI de Roma, capital de Italia, prefiero no imaginar la suerte del resto de los mortales. Pero esa es la grandeza del sistema: no distingue clases sociales, es auténticamente universal, le puede tocar a cualquiera. Todos somos iguales a los ojos del Señor. Esto me fue de consuelo la noche que a un familiar, ingresado en la unidad de cuidados intensivos de un reconocido hospital de Roma, le pasó algo curioso. De madrugada, inmóvil en la cama, tuvo necesidad de ayuda y, como no disponía de un timbre ni un teléfono, se puso a llamar a alguien a voces. No acudió nadie y sus gritos retumbaban entre los pitidos de los aparatitos electrónicos y el silencio de enfermos agonizantes. Así que usó la imaginación, eso es lo bueno de Italia, que agudiza el ingenio. Cogió el móvil, llamó al número de información, pidió el teléfono del hospital, habló con la centralita y dijo que, por favor, le pasaran con la unidad de cuidados intensivos. Cuando lo logró, dijo que era la paciente de la cama número tal y pidió que alguien tuviera la bondad de acercarse. Por lo demás no se preocupen, todo acabó bien.
La ‘malasanità’, como se llama en Italia a los casos de chapuzas médicas, cuando no asuntos de estafas y doctores malandrines, ofrece por desgracia continuas noticias escabrosas que ya prefiero no leer. Anteayer, un día cualquiera, detuvieron a cuatro médicos:
-Uno en Nápoles (sur), médico legal, que exigió una comisión de 500 euros a una mujer para desbloquear el pago del subsidio para su hija discapacitada.
-Otro en Cagliari (Cerdeña), un cirujano vascular, que con la complicidad de una endocrinóloga hacía falsos diagnósticos de graves enfermedades a ancianos y les pedía exámenes caros inservibles, que hacía él mismo en su estudio privado.
-Y dos más en Bari (sur), en el caso más grave. Dos neurocirujanos del Policlínico de Bari el director del servicio y uno de sus colegas, por mantener un sistema corrupto en su unidad con errores médicos, falsificación de informes, servicios cobrados y no realizados y absentismo de las operaciones, dejadas en manos de estudiantes.
Desde luego no saber en manos de quién estás es una de las sensaciones más inquietantes que se pueden tener en Italia. Pura indefensión. De ahí el recurso vital al conocido. El desconocido no tiene por qué tener ningún interés en que a uno le vaya bien, esa es la terrible moraleja de las relaciones sociales en este país. Por fortuna no siempre es así y uno se encuentra con magníficos seres humanos, pero es la prevención mental con la que todo el mundo funciona para no llevarse sustos. Si no, casi es culpa tuya por no guardar las debidas precauciones. Como si la vida fuera así. Un reciente estudio ha señalado que la llamada al conocido, el enchufe, la mítica ‘raccomandazione’, esencial en la vida italiana, se usa en primer lugar para los asuntos médicos. Conocer a alguien puede ser la diferencia entre que te vaya bien o mal. También yo acabé recurriendo a un conocido, y hubo bastante diferencia.
Supongo que estas cosas pasan en todos los países y también en España, pero en Italia es un campo paradigmático de las peculiaridades nacionales. Alberto Sordi, representante modélico de los vicios patrios, tiene dos películas demoledoras sobre el tema, con el mismo personaje, un médico trepa sin escrúpulos, el doctor Guido Tersilli. Son ‘El médico de la mutua’ (Luigi Zampa, 1968) y su secuela, tras el éxito de la primera, ‘Il prof. dott. Guido Tersilli primario della clinica Villa Celeste convenzionata con le mutue’ (Luciano Salce, 1969). Es un repaso a todas las tretas, artimañas y tejemanejes de algunos médicos para exprimir el dinero de los pobres pacientes, y causó una gran polémica en su día:
Sinopsis: El doctor Tersilli es tan trepa que hasta se camela a la mujer de un médico vejestorio para que le pase a la muerte de éste todos sus pacientes. Luego planta a la pobre viuda. Es el momento que refleja la primera escena de este fragmento. Sordi, dirigido y capitaneado por la omnipresente ‘mamma’ (un rasgo clásico de sus personajes de italiano medio), llega del funeral del colega y ya se pone a enviar cartas a los tres mil y pico pacientes del difunto para ofrecer sus servicios. En la siguiente secuencia ya no da abasto. Un paciente cada minuto. Al primero le dicen que no necesita gafas y se con la puerta. A otro le pica la garganta y le dice que se afeite. A uno que le duele la espalda lo ha enviado a hacer radiografías con un amiguete, que le da el 30%. A una señora que le duele la garganta porque fuma y discute con su marido le aconseja dejar de pelearse con él. Otro no oye y le dice que es normal, porque allí no hay cera, sino fango, aunque se equivoca de oído. Una señora le pide una receta para comprar salicilato, aunque es para embotellar tomates. Le pide que le envíe dos botellas.
FIN
Con todo, esto no es nada comparado con lo que me espera en una de mis próximas batallas burocráticas. Espero no volver a desaparecer unas semanas abducido por ella. Se trata del drama de todos los españoles que tienen hijos en Italia con italianas: la inscripción de los apellidos del chaval o chavala en el registro. A ver cómo lo explico. En Italia sólo se coloca el apellido del padre, tienen uno solo, pero en el registro civil consideran que los dos apellidos de un español son uno, en bloque, así que le plantan los dos al recién nacido. La conclusión para un español es evidente: el niño o la niña se llama como si fuera su hermano. Sin contar que en el pasaporte español tiene apellidos distintos. Pero no hay nada que hacer, es así. La única solución es ir a la Prefectura y hacer una instancia de cambio de apellido. Tardan sólo un par de años en resolverlo y no es seguro que admitan la reclamación. Una conocida tiene cuatro hijos y ninguno se apellida igual, por los diversos líos del registro. Anda en ello con abogados.
Es una aventura que también destapa muchos aspectos italianos. Siempre recomiendo, a modo de turismo sociológico, pasar un rato por la mañana en las oficinas del registro, el legendario Anagrafe del centro histórico, en Via Petroselli, al lado de Piazza Venezia. Aquello es mejor que el circo. Broncas en las ventanillas, motines de ciudadanos fuera de sí, colas que no se mueven, un funcionario que siempre se pasea por allí comiendo plátanos…
Con el tiempo uno se adentra en los trucos del laberinto. Yo creo que cada italiano tiene un gen específico, fruto de la evolución de la especie y la supremacía de los seres más fuertes en la lucha por la supervivencia, que les adapta a lidiar con las situaciones burocráticas con paciencia, mano izquierda y habilidad oratoria. En esto para mí son un pueblo netamente superior y les capacita para andar por el mundo como por su casa. A un italiano le puedes soltar en un bazar de Samarcanda y te resuelve cualquier trámite. Otro sondeo reciente sobre la idea que los italianos tienen de sí mismos y los estereotipos nacioanles señalaba en el primer puesto como característica principal “l’arte d’arragiarsi”, el arte de arreglárselas. Por cierto, es el título de otro filme memorable de Alberto Sordi que ilustra el concepto.
Yo les admiro y algo he aprendido. Por ejemplo, con mi primer hijo un funcionario se mostró inflexible con el tema de los apellidos, pero probé al día siguiente con su compañero de mesa, sin que me viera, y me lo cambió allí mismo en un momento, en plan favor. Sale de forma natural tras hacer migas con algún empleado, pues se acaba por pasar por allí varias veces. Siempre falta un papel o no está la persona correspondiente, que ha salido un momento. Así se crea la complicidad necesaria para saltar las reglas, único modo de que las cosas funcionen y, paradójicamente, causa también de que no funcione nada. Ah, pero tienen estupendos programas de solitarios en el ordenador.
Antes había ido a la prefectura, a ver cómo era la vía legal, y ellos mismos me desanimaron. Me aconsejaron intentar convencer a algún funcionario piadoso del registro, que es lo que finalmente hice. En ambos sitios pasaban la pelota al otro, amparándose en diversas normativas y vacíos legales sin resolver. Lo mejor fue cuando, en un momento de lucidez, le dije al empleado de la prefectura que por qué no llamaba él mismo a su colega del registro y lo hablaban entre ellos hasta que se aclararan, en vez de marearme a mí yendo y viniendo. Me miró totalmente estupefacto, como si fuera un peligroso enemigo del sistema, y casi pude oír el cortocircuito cerebral. «¡Pe-pe-pero yo no puedo hacer eso!», tartamudeó. Fui demasiado cruel. Pobrecitos, también ellos, como los demás, están atrapados en un sistema que no comprenden. No somos nada.
Sinopsis: Nuestro héroe, el sufrido Fantozzi, interpretado por el gran Paolo Villaggio, va al psicoanalista de la seguridad social porque tiene complejo de inferioridad. Como siempre le ocurre, no le dice bien el apellido ni una sola vez. Le invita a tumbarse en la camilla, relajarse, imaginarse que está solo y decirle con total libertad todo lo que se le pase por la cabeza. Así que Fantozzi le cuenta toda su vida, confesándole sus pensamientos más íntimos y secretos. Llena tres cuadernos. Cuando se alza, pregunta tímidamente si puede concluir que no es un mierda, como le dice todo el mundo. El médico le amonesta, porque no debe decir esa palabra. Le aconseja no escuchar a los demás, no buscar venganzas ni mandar a la porra a quienes le menosprecian. Fantozzi se debe aceptar simplemente cómo es. «Sí, pero, perdone, de ese modo no me curaré nunca de mi complejo de inferioridad», murmura Fantozzi. «Pero usted no tiene ningún complejo de inferioridad: ¡Usted ES inferior!».
FIN
Bueno, sé que esto de los apellidos no lo resolveré mientras viva. Mis hijos, que también son italianos, están ya marcados desde su nacimiento. La maldición de la burocracia les perseguirá con líos de doble y triple identidad de los modos más insospechados.