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Íñigo Domínguez

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El vil metal

Las relaciones del romano con la calderilla, no sé si tanto del italiano en general, están dominadas por la precariedad. Es algo muy curioso que suele descolocar. Por ejemplo: en cualquier otro lugar uno va a una tienda, compra algo, paga, le dan la vuelta y se va. En Roma esta simple operación puede ser muy conflictiva y es uno de esos elementos que pueden dar un constante ambiente de hostilidad de baja intensidad, de pelea cotidiana. Hombre, en cualquier sitio está mal visto pagar una piruleta con un billete de 50 euros, pero este tipo de situación en Roma se puede vivir con cualquier billete y casi con toda cantidad superior al importe. Uno se arriesga a un careto raro del dependiente, porque todo lo que no sea el importe exacto o muy aproximado supone una contrariedad. «¿No tiene ‘spicci’ (dinero suelto)?», es una de las primeras preguntas que se oyen en Roma. Los billetes de 50 euros son un insulto y los más grandes no quiero ni pensarlo, porque casi nunca los he tenido entre las manos.

Es uno de esos aspectos de la peculiar forma de entender el comercio -el cliente es un criminal- y de la falta de vocación para el servicio público. Se supone que es precisamente el cliente quien debe tener cambios para suplir la escasez crónica de las tiendas. Se ve como una falta de cortesía no colaborar en este campo, un ejemplo más de que en Italia todo se concibe como entendimiento entre contrarios. ‘Ir a encontrarse’, se dice. Si se lleva el precio exacto, por supuesto, todo son grandes sonrisas de admiración. Debo confesar que al cabo de los años a mí me han domesticado y ya he interiorizado esta manía. Cuando voy a España me deben de tomar por loco, siempre desesperado por rebuscar en los bolsillos para clavar el importe de una compra y pidiendo disculpas compungido cuando no lo consigo.

Y en los taxis no digamos, un drama. Pero es que los taxistas romanos pueden salir sin una moneda encima y en caso de problemas es el cliente quien tiene que bajarse a cambiarlos a un bar. Que suele ser otro drama por la misma razón: nunca nadie tiene monedas o las conserva como oro en paño. Aún así, puede ocurrir que tras laboriosas negociaciones en una tienda, después de los lamentos del dependiente y de buscar monedas en el último rincón del bolsillo, una vez alcanzado el importe exacto, la caja se abre y resulta que la vemos llena de calderilla, como el silo de Tío Gilito. Da igual, parecen todos contagiados de la obsesión de hacer acopio de existencias, como si fuera a estallar una guerra nuclear.

No sé de dónde viene esto. Puede derivar de simple vagancia o previsión para organizarse, o de traumas ancestrales transmitidos por tradición oral sobre la falta de metales para fundir armas de fuego. No lo sé, pero es intrigante la agónica falta de liquidez de toda una ciudad. Es que me ha pasado hasta en un banco. Y todavía me han hecho en un estanco esa cosa de la infancia de darte la vuelta en caramelos. Un día leí por ahí que tiene una razón histórica, de un periodo en que no se fabricaba moneda y la gente desarrolló un egoísmo maniacal hacia la calderilla. También hay que pensar que Roma, pese a su pasado imperial, ha sido hasta hace nada un pueblo pobretón, con plebe y aristocracia, una amodorrada ciudad de provincias. Es la capital europea que más se ha transformado, pues cuando se produjo la unidad de Italia andaba por los 200.000 habitantes.

Se me ocurre otra razón: una simple precaución del dueño del local contra el robo, que apenas deja monedas en la caja. Pero no contra el robo por parte de un atracador, que también, sino de los propios empleados. Es decir, volvemos a la eterna desconfianza en el prójimo que preside las relaciones humanas en Italia. Basta ver la caja de muchos negocios, bares o restaurantes: la gestiona el propietario del local o un familiar directo sentado en una silla, en un espacio autónomo, y se dedica sólo a eso. Al igual que en los bares se debe pagar antes, porque se supone que uno puede tener la tentación de escaparse, tampoco los camareros tocan el dinero. Igual pasa en el autobús, el conductor sólo conduce, para no tener acceso a las tentaciones. De aquí nace el crónico problema de cómo hacer pagar a la gente el transporte público, porque sólo se controla mediante redadas aleatorias de inspectores, pero se puede pasar una vida de duración media sin verlos. En teoría, uno compra los billetes en los estancos y los pica él solito en una máquina, si es que funciona. Si no, se supone que se marca él mismo la fecha y la hora con un boli. En fin, dejémoslo.

De esto quería hablarles tras liarme en los prolegómenos, para variar. Resulta que hace dos semanas anunciaron que van a volver a poner cajeros en los autobuses, porque una vez los hubo. Es un tipo que sólo se dedicaba a cobrar y dar los billetes. Lo pueden ver de pasada en esta escena de ‘I soliti ignoti’ (Mario Monicelli, 1958), cuando Marcello Mastroianni se sube al tranvía:


El retorno del ‘bligliettaio’ forma parte de un plan de choque para sanear ATAC, la patética empresa municipal de autobuses d Roma. Además es un lavado de imagen, porque quizá recuerden que la compañía está metida en un gran escándalo por el enchufe masivo de amiguetes. En fin, que con todo el cachondeo, la compañía debe 350 millones a los bancos y 275 millones a los proveedores. Está al borde de la quiebra y de ahí que se refuercen los controles para terminar con los que no pagan, que son legión. En Roma se les llama ‘portugueses’ y no pagar se dice ‘hacer el portugués’, expresión que no es racista, sino que tiene su origen en una historia curiosa. Parece que en el siglo XVIII la embajada portuguesa organizó unos espectáculos en el Teatro Argentina y los portugueses podían entrar gratis. No tenían invitación y bastaba con presentarse como tal. Naturalmente, lo que hicieron muchos romanos fue hacerse pasar por portugueses para no pagar. Obviamente, ahora los que cargan con la mala fama son los portugueses.

Las medidas drásticas del revolucionario plan de choque 2011-2015 dan una idea del desmadre del ATAC. Por ejemplo, se pretende reducir el número de bonobuses mensuales gratuitos que se regalan a diestro y siniestro. ¿Saben cuántos son? Nada menos que 210.000. ¡Más de los que se venden, que son 150.000! Tienen derecho al abono gratuito los mayores de 70 años y otras categorías, pero también fuerzas del orden y otros gremios. Es decir, es un coladero de miles de familias. Respecto a los demás, sólo les digo que no existe un servicio de atención al cliente. También está previsto que lo pongan en el plan de choque, y eso si que será un shock, porque no he visto en mi vida un sistema de transportes más imprevisible. Es una de las razones, supongo, por las que la gente no siente remordimientos de no pagar. ¿Cuánta gente paga el autobús, el tranvía y el metro? ATAC dice que saca cada año 230 millones de euros de la venta de billetes y calcula que, como mínimo, entre el 20 y el 30 por ciento de los usuarios viajan por la cara.

Hace un par de años al menos pusieron unos expendedores de billetes en algunos autobuses y tranvías, que evitaban el latazo de ir comprando billetes por los estancos. Sin embargo, a los pocos meses la mayoría dejaron de funcionar. Esto de las máquinas también se ha intentado varias veces. Seguimos con Mastroianni, pero unos cuantos años más tarde, para ver uno de estos artilugios en ‘Fantasma d’amore’ (Dino Risi, 1981). Al menos a Mastroianni le sirve para conocer a Romy Schneider, también con unos cuantos años más encima. Pobre Romy -murió al año siguiente-, qué vida más chunga tuvo en sus últimos años. Es una película sombría y conmovedora, recomendable. Les pongo la escena inicial por si les entran ganas de verla. Se pueden saltar los títulos de crédito -o ‘las letras’, como decimos las personas normales-, aunque viéndolos pueden conocer un poco Pavía:


El aparatito en cuestión es un armatoste, los de ahora son pequeños, aunque para el caso es lo mismo. Bien, volviendo a lo nuestro, a la semana del anuncio del fastuoso plan de choque de ATAC salió otra noticia mucho más interesante. La Fiscalía de Roma ha descubierto que existe desde hace ocho años una billetería paralela ilegal. Es decir, desde 2003 alguien fabrica y vende billetes falsos, pero iguales a los auténticos. La sospecha es que el timo ha surgido dentro de la empresa, donde han clonado el ‘software’ que produce los originales. Otra hipótesis está relacionada con una extraña oleada de robos de los aparatos para convalidar los billetes: pueden haberlo hecho para acceder a matrices de códigos que permiten crear infinitos números falsos. El timo perfecto.

Al margen de esta estafa millonaria, la investigación ha revelado ya otras chapuzas. Por ejemplo, en muchas taquillas podían vender los billetes sin que la venta fuera registrada y el empleado de turnno se metía el dinero en el bolsillo: bastaba con desenchufar el aparato al emitir el billete. Pero hay un dato aún mejor. La propia compañía no tiene ni idea de su negociado porque nunca se les ha ocurrido comparar el número de billetes vendidos con los usados. En resumen, se desconoce el alcance del timo y será difícil que pillen a nadie.

Como vemos la obsesión por el vil metal llega a niveles de sofisticación enfermizos y se palpa en todas las esferas de la vida pública. Esto de los autobuses era sólo un ejemplo. En la ceremonia de apertura del año judicial en el Tribunal de Cuentas, su presidente ha vuelto a denunciar, como cada año, que las denuncias de corrupción ha crecido un 30% y es una “patología” nacional. Los periódicos, como mostramos rutinariamente con la tontería del Diario mínimo, están llenos cada día de corruptelas y escándalos, que se amontonan unos sobre otros y que hacen olvidar los anteriores, de gente que se pringa de forma rastrera por cuatro duros, por una poltrona, por un coche, por un sueldillo, por un apartamento… No tiene fin. Así quizá se expliquen la formidable disposición de ánimo que encuentra alguien como el primer ministro italiano y uno de los hombres más ricos del país para ir por la vida comprando todo lo que se le antoja. Desde ‘minis’ a sus chicas o parlamentarios, como el que la semana pasada denunció que le ofrecían 150.000 euros y la reelección por cambiarse de bando. El panorama general es de una rapiña casi existencial, de miedo cerval e instintivo a la pobreza, como si la vida fuera precaria, no tuviera sentido y lo único razonable es el sálvese quien pueda. No digo que no sea así, pero es que algunos pueden más que otros, claro. Por citar el penúltimo caso, en Milán se ha destapado el bochornoso escándalo de cientos pisazos de propiedad pública del Pio Albergo Trivulzio adjudicados en alquiler a precios ridículos a amiguetes y famosos a precios de risa. Sí, eso, de risa. Quizá es mejor tomárselo a broma para no desesperarse, como hace Alberto Sordi en ‘Il marchese del Grillo’ (Mario Monicelli, 1981).

Sinopsis: El marqués es un aristócrata aburrido y descreído de principios del XIX, en esa Roma abúlica y clasista. Habla con un amigo francés de la vida. «¡Cuánto me han dado el coñazo en mi vida, pero yo también a los demás, siempre haciendo bromas, de la mañana a la noche, cuando llega la noche acabo muerto. Me dices: ‘Sólo haces bromas’. ¿Y en Roma qué quieres hacer? ¿Qué hay? Cúpulas, iglesias, tejados, gatos, mendigos,… ¡y brujas! Mira, mira,…». Salen y le muestra a una niña que hace un ritual de mal de ojo, a la que pone a parir. La chavala le pide dinero con la amenaza de secarle los testículos y Sordi improvisa una de sus bromas con una moneda que pone al rojo vivo… Pero se acaban tocando la entrepierna para ahuyentar el mal fario.

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