La huelga de esta semana del colegio de mi hijo en Roma cae justo el día que voy a la Expo de Milán, así que me lo tengo que llevar. Pero bueno, insisten en que es para las familias. La alcaldesa de la ciudad, Letizia Moratti, presentó en su día la Expo 2015, dedicada a la alimentación, de esta manera: “Es un proyecto que se propone no solo objetivos de crecimiento económico, sino de refuerzo del diálogo intercultural y de responsabilidad social hacia los países afectados por el drama del hambre y la pobreza, Milán debe ser un hito crucial, un punto de referencia para Italia y el mundo entero, una propuesta coral y compartida de los nuevos paradigmas para la existencia del mundo”. Pero mejor al niño no se lo digo, perdería credibilidad. Le cuento que es una especie de parque de atracciones sobre la comida. No sabía lo acertado que estaba.
La Expo está en un descampado donde iba a salir barato porque no necesitaba regeneración ambiental. Luego encontraron amianto yotras porquerías y todo se complicó. Es una historia significativa. Fue la primera obra que se adjudicó -en 2011, tres años y medio después de ser asignada la Expo- y debía preparar el terreno para construir lo demás. La acaban de terminar y el presupuesto ha subido de 58,5 a 127,5 millones. A los seis meses desmontarán todo y no se sabe qué va a ser de este lugar.
Como se temía, terminar la Expo a tiempo ha sido un estrés y aún se ven currelas por los rincones o trabajos a medias cuando uno dobla una esquina. En marzo, mes y medio antes de la inauguración del pasado 1 de mayo solo estaban oficialmente acabados el 9% de los trabajos. También se veía venir, y así ha sido, que sería un bebedero de patos para la corrupción y la mafia. Normal: estaba en juego un botín de 1.300 millones de dinero público italiano. Ha habido varios escándalos y arrestos, la rutina de siempre. El pabellón insignia, el de Italia, el más grande, cinco pisos, ha estado a la altura de las expectativas: en octubre fue detenido su responsable y el coste se ha desmadrado de 62 a 96 millones. En total, se calcula que la Expo ha costado 14.000 millones, y menos mal que buena parte de los proyectos, un montón de asombrosas maquetas de ciencia ficción, se ha caído por el camino. Pero todo sea por fomentar la reflexión sobre la agricultura y el hambre en el mundo.
Entramos dispuestos a concienciarnos de lo que sea y lo primero que se ve, por este orden, es un pabellón de Cáritas, otro de la catedral del Milán y una fabulosa tienda de helados de una marca famosa. Sí, se han colado grandes marcas, como patrocinadores. El niño va para allá atraído por un futbolín, pero cuesta 50 céntimos. Descubriremos que no hay nada gratis, nadie te ofrece pinchitos autóctonos. Pagas la entrada y luego es cosa tuya. De hecho hay una completa red de cajeros, una de las cosas más cuidadas, no tanto los lugares donde descansar o las fuentes gratuitas, que están más escondidos. El precio de los billetes varía. Un paquete familiar para dos adultos y un niño vale, por ejemplo, 84,50 euros.
Los 152 pabellones se extienden por una avenida de kilómetro y medio. En el primero, de la República Checa, te recibe un bar con el orgullo nacional, su cerveza. La caña más pequeña, cuatro euros. Dentro hay una exposición de algo, pero no parece gran cosa y nos largamos. Será igual en casi todos los pabellones: un montaje más o menos apañado sobre algún producto local y luego visite nuestro bar o llévese algo de la tienda. La verdad, así es difícil transmitir a los chavales el valor de las acciones desinteresadas, y la Expo parecía el lugar adecuado. En algunos casos es descarado: según sales del pabellón de Vietnam hay un indio que te intenta convencer de que entres al suyo por una puerta lateral. Dentro solo hay un mercadillo de baratijas a cinco euros y puedes regatear. Se supone que aquello va del arroz basmati, pero hay que leer unos paneles y da pereza. Uno piensa que todavía le queda un kilómetro y hay 145 países para ver. Qué diría la pobre alcaldesa Moratti si lo supiera: el factor didáctico y cultural que tanto debía movernos a cambiar el mundo a los visitantes se ha delegado en un telón de fondo de carteles, fotos, pantallas táctiles y vídeos que, sin duda, deben de ser interesantísimos, pero de los que pasa todo el mundo.
Para comprobar si el cutrerío es solo cosa de pobres, vamos al pabellón gastronómico de Reino Unido, un expo-oxímoron. Han puesto un pradito con una gran bola de alambres. Nos cuentan que todo está dedicado a la abeja, ese valioso insecto -aunque esto ya lo sabía hasta mi hijo- y la cosa representa una colmena. Es más, cada lucecita está conectada a una abeja real de un enjambre que por lo visto anda por Nottingham y refleja su actividad. El niño me mira para saber si puede reírse o es una cosa seria de mayores. Esto es lo que hacen en los pabellones de los países ricos: chorradas más caras. Pedimos un agua mineral, una auténtica ‘Ty nant’ de Gales, dos euros. El sandwich de ‘roastbeef’ cuesta nueve.
Desistimos de ser serios y vamos al de Brasil. Dicen que es el más divertido. Han colocado una red elástica gigantesca donde la gente salta y se hace fotos. Debajo se ven parterres con plantas. Me explican que intentan transmitir el respeto por los cultivos, sobrevolando grácilmente sobre ellos. Dudo que la multitud pille la idea, pero al menos se lo pasa bien. Luego hay vídeos con las espectaculares cifras de Brasil en la exportación de pollos. Dicen que el de Japón está muy bien, pero hay bastante cola, y eso que es entre semana y no hay una gran masificación. Nos alejamos corriendo de otros que pone “Yo siento Eslovenia” o “Respira Austria”.
Para comer algo optamos por el de España, porque el niño quiere tortilla y croquetas. Pasamos la exposición-pretexto, una breve confusión de vídeos y música donde se ve a Adriá y cocineros famosos, y llegamos a la zona restaurante. Hay tres: una terraza, un bar de raciones y uno VIP, todos llenos. Curioseo en el pijo: espalda de cordero lechal de Valladolid, 32 euros. También hay una tienda como esas de gourmet caras de los aeropuertos, con vinos y conservas, un señor cortando jamón -“Spanish National Treasure”, dice un cartel- a razón de 40 euros los 100 gramos y un chico que vende chuletones donostiarras a 124 euros el kilo. Comemos en la terraza con atronadoras sevillanas, aunque luego ponen ‘Lobo Hombre en París’ y otros éxitos de los ochenta. Pagamos 49 euros por cuatro raciones, una fanta y una caña. Intentamos mantenernos lejos del gasto medio de 500 euros por toda la estancia que espera de nosotros la organización.
Por razones que se me escapan, quizá para denunciar el problema de la obesidad, a lo largo de la avenida hay varios puestos expositivos de TechnoGym, una marca de aparatos de gimnasia y cintas para correr. “Móvamonos por un mundo mejor”, proclaman, como en un musical. Hay muchas más cosas que no sabes bien qué hacen allí: enfrente del pabellón de España está el de la Santa Sede, con un cuadro de la última cena, muy bien visto, y fotos y vídeos sobre “las heridas del planeta”: los conflictos, los desequilibrios y el rechazo de Dios, entre otros. Cada uno vende lo suyo. Aquí al menos no hay bar.
En el público vagante hay un fuerte premodominio de excursiones escolares. Pasan comiendo patatas fritas y guarradas tóxicas, probablemente sin ninguna denominación de origen. Pero hay lugares solitarios, como los ‘cluster’, poblados de pabellones pequeños para países sin pasta, agrupados temáticamente por productos: arroz, cereales, tubérculos… Casi todos están cerrados. En el del cacao nos explican que aún no ha llegado la mercancía. Sí ha llegado y sí están abiertas las tiendas de marcas buenas alusivas al tema, una heladería de Pernigotti y una gran tienda de Lindt, donde no nos dejan entrar con el helado, y eso que es de chocolate de Costa de Marfil del mismísimo ‘cluster’ del cacao. El del café está dominado por la marca Illy. Tienen un gran bar y oyes la voz de su dueño, que aparece en una pantalla mirando pensativo el mar tropical. Luego te asomas al caseto cafetero de Timor Est, por ejemplo, y ves a dos azafatos aburridos enfrascados en sus móviles entre cuatro posters turísticos. No pueden competir.
Ni siquiera los Estados Unidos se han currado nada del otro mundo y solo han puesto furgonetas que venden hamburguesas. La más barata 8 euros. En una entrañable metáfora de nuestro tiempo detrás del pabellón de Estados Unidos está el de las Empresas Unidas de China. Al lado el de Coca Cola, que no podía faltar en todo lo que sea hacer el mundo más feliz. Al cabo de cinco horas, cansados y sudorosos, nos vamos. Entonces descubrimos el pabellón más monumental, el de la ONU. Se llama Pabellón Cero, quizá porque por aquí la reflexión se acerca al cero absoluto. Es el recinto más aparente y trabajado, pero no deja de ser una acumulación artística de colosales obviedades: el hombre domestica los animales, la sociedad era rural y ahora es urbana, tiramos mucha comida…
Es desalentador que ni siquiera haya ese pique entre países por ver quién hace la tontería más grande. El sultanato de Omán se ha marcado un castillo, pero en general se nota un cansancio planetario por estos eventos, una inercia de los Estados por estar, porque cómo no vas a estar, pero es como si no se lo creyeran. Y hacen bien, con esta crisis galopante se han gastado 1.000 millones en pabellones y ya es suficientemente escandaloso. Ya no es como en la Expo de París en 1889 con la torre Eiffel, habría que asumirlo. Milán solo competía con Esmirna y su tema “Nuevos caminos para un mundo mejor, salud para todos”. Y si hubiera ganado todos se habrían inventado algo. Este gran camelo metafísico quizá tenga sentido, como publicidad y turismo, para la ciudad organizadora, aunque debe llegar la cuenta final, y para los que hacen negocio. La gente, misteriosamente, sigue yendo: se esperan 20 millones de visitantes, 15 de ellos italianos. También con la Expo de Sevilla en 1992 parecías tonto si no ibas. Se impone el efecto ombligo: la prensa italiana lo presenta a bombo y platillo como una fabulosa Disneylandia filosófica donde se deciden los destinos del mundo. Es obsceno que con la misma facilidad que se derrochan montañas de dinero se manoseen conceptos sacros como el hambre o la comida. Si ya las cumbres serias sobre el tema a veces parecen inútiles, qué decir de una gran feria de productos regionales.
Le pido un balance a mi hijo: lo mejor era la cama elástica de Brasil hasta que le dieron un fantástico globo de colores en el McDonalds, que era con diferencia el lugar -ellos lo llaman restaurante- más lleno de todos. En el globo pone “Feliz comida”. Llamamos la atención en el tren y nadie cree que venimos de la Expo.