El título puede parecer no noticioso e inducir a la confusión: se trata de ladrones normales que roban en el Parlamento, no de los propios diputados. Alguien ha robado un maletín y un impermeable a un ‘onorevole’ de la Camera (Congreso). Lo del maletín puede hacer caer en otro error, el de pensar que quizá sea una sustracción de documentación reservada y relevante, pero la duda se disipa al decir que el diputado desvalijado es el ministro Gianfranco Rotondi, uno de los individuos con menos interés y más irrelevantes del hemisferio norte. Sí, es el señor de la foto. Su cargo ya lo dice todo: es ministro para la Realización del Programa. Es una de esas carteras inservibles -como el insuperable ministro para la Simplificación Normativa- que se inventan para dar despacho y coche oficial a los amiguetes, porque el partido fantasmal de Rotondi, Democracia Cristiana para las Autonomías, tiene un 0,7% de votos.
Pero no se crea que este robo es un caso aislado. Hace mes y medio desapareció un ordenador portátil del despacho de otro diputado, que lo denunció indignado en plena sesión. A raíz de estos incidentes, el Inspectorado de Seguridad de la cámara ha reconocido que reciben unas veinte denuncias al mes, y eso sin contar los hurtos menores que no salen a la luz. Hay de todo: robo de abrigos, clonación de tarjetas de crédito, desaparición de cuadros y elementos de decoración,… Pero el nivel tal vez se comprenda mejor cuando se diga que retiraron las toallas de los lavabos porque las robaban. Ahora son de papel.
Los anales parlamentarios recuerdan casos gloriosos. Como el cajero de administración que huyó con la propia caja y al ser localizado confesó que tenía deudas de juego o una vez que alguien desmontó y robó los mísmisimos retretes de los baños. Si sus señorías se roban así entre ellos, qué no harán con el dinero de los demás. Además debe considerarse que cada diputado tiene derecho al reembolso de cualquier cosa que le roben, salvo una franquicia de 600 euros. No obstante, los servicios de seguridad ponen los datos en su contexto. Dicen que, además de los 630 diputados, hay 1.800 empleados fijos y unos 3.500 entre personal flotante. Sí, tales números son posibles, pero ya hablaremos de ello otro día.
También lo del bar de la Cámara de Diputados es un poema. Hace dos años casi hubo revueltas cuando obligaron a los ‘honorables’ a pagar antes -como se hace en los bares de la calle-, dado el alto número de ellos que se olvidaban de hacerlo después. Y hace dos meses, al volver de vacaciones, nuevos murmullos de protesta: subieron los precios, hasta entonces de risa, para hacerlos más o menos normales, aunque siguen siendo más bajos que los del resto de los mortales. El trozo de tarta, por ejemplo, subió 40 céntimos hasta 2,20 euros. Intolerable.
En el Senado no andan lejos. El año pasado fue famosa la carta de un grupo de diputados, capitaneados por el ínclito Rocco Buttiglione (en la foto), que exigió la venta de helados en el bar. Cito textualmente la impagable misiva a la autoridad de la cámara: «Nos dirigimos a usted con una petición de mejora de la calidad de vida del Senado. El bar no está provisto de helados. Nosotros pensamos que sería útil que lo estuviera y estamos seguros de interpretar el deseo de muchos. ¿Es posible ponerlo en marcha? Se trataría de adecuar los servicios del Senado a las exigencias de la normal vida cotidiana de las personas». Las prioridades son las prioridades.
El año pasado también obtuvieron, por petición general, semanas gastronómicas regionales, y luego provinciales, para darse comilonas gratis. La cúspide fue el curso de sumiller para senadores. Otra emergencia nacional.