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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

El señor del hotel vuelve a casa

Benítez ha pasado dos años en un hotel que ni siquiera estaba en Nápoles, sino a treinta kilómetros, en medio de la nada. Normal que ahora se sienta como en casa. Un hotel de habitaciones decentes pero normalitas, con colchas naranjas, que cuestan 60 euros con pensión completa, aunque él ha estado en un loft que sería más mono. Benítez es un emigrante del fútbol y hasta tiene cara de españolito. Cuando se marchó, hace una década, fue para currar. Ha sentido el exilio en Inglaterra e Italia como una misión, un largo peregrinaje del que debía regresar por la puerta grande, como los indianos o los que vuelven al pueblo con un cochazo. Ayer se presentó en Madrid con un avión privado.
En Nápoles decían que vivía como un cura. Un maníaco del trabajo. El campo de entrenamiento estaba al lado del hotel y Rafa se pasaba el día del hotel al trabajo y del trabajo al hotel. Ahora ha llegado el momento de volver del hotel a casa. También en el Real Madrid quieren alguien de casa. Todos se han puesto muy hogareños. Pero en Nápoles deja a la gente cabreada: quintos, fuera de la Champions y eliminados en semifinales de Europa League con un tal Dnipro. Ayer él recordaba los 104 goles que ha marcado el Nápoles, un hito. Pero en la ciudad citan más otro número, el 54, los goles que se ha comido este año, otro récord. Es como en la Roma, donde alucinan con que Luis Enrique sea entrenador del Barcelona. El ‘Calcio’ sin duda trae suerte a los técnicos españoles.

Benítez ha dejado en Nápoles un aura de caballero ibérico, serio, trabajador y también muy cabezota. Poco dúctil, poco italiano en la ciudad más italiana de todas, en el club anárquico de Maradona. Siempre jugaba con 4-2-3-1, cayera quien cayera y su defensa ha sido un colador. Lo comprobó el Athletic en verano al apearle de la eliminatoria de Champions. En estos tres meses Benítez ha perdido todos los partidos fuera de casa salvo dos: un empate y una victoria con dos descendidos. Quizá ya andaba muy distraído con el cierre de su contrato, pensando en largarse por fin del hotel, un edificio de ladrillo anónimo, funcional, aunque tiene tres piscinas y dos pistas de tenis. Billar y ping pong. Pero es de esos donde no ha acabado de cuajar lo del campo de golf porque queda a desmano.

Rafa solía comer y cenar en el restaurante. Si no le conocías y te lo encontrabas podías haberle tomado por un señor del hotel, un viajante majete. Alguna vez pediría un club sandwich en la habitación y así es difícil bajar tripa. Luego, a lo suyo: ordenador, vídeos, teléfono, reuniones, esquemas, dibujos, mucho entrenamiento sin balón. Alguna paella los domingos, con su equipo, pero simple, sin pescado, porque no le gusta. Era una rutina imparable, cartesiana, funcionarial, la carrera de una vida que tenía que acabar con premio. En 2005 llegó uno, el momento más loco de una vida de escuadra y cartabón: la famosa final de la Champions del Liverpool contra el Milan, donde remontó un 3-0 en el descanso. Nadie sabe gran cosa de Benítez, que es misterioso de puro normal, pero eso sí. Es el de la final de Estambul. Eso llena un currículum.

Desde entonces a lo mejor le llaman por eso, a ver si se repite aquella chispa mágica, como si tuviera que volver a surgir por estadística o Benítez tuviera un secreto, aunque no se sabe cuál es. Florentino quizá haya consultado un laboratorio suizo de cálculo que le dice que este año será el bueno de Benítez, el de la segunda chispa. Luego ganó títulos en el Inter, el Chelsea y el Nápoles, pero casi nunca de los gordos. Es verdad que tampoco le han dado las mejores plantillas y ahora tiene la gran ocasión de probar esquemas infalibles con los jugadores más perfectos, un ideal científico en el que todo debería funcionar.

Su currículum arranca con unos inicios prometedores en el Castilla y el Parla, truncados por el número 10, de cuyo nombre ni se acuerda, de la selección de Canadá, un país inexistente en el fútbol, y encima en una Universiada, la competición más anodina que se pueda imaginar. Fue como una maldición de grisura. Su rodilla derecha se rompió en una entrada por detrás y con 26 años se hizo entrenador. Admiraba al Milan de Sacchi y fotocopiaba apuntes emocionado en la escuela de la federación italiana en Coverciano. El trabajo duro le llevó por el banquillo del Valladolid, del Osasuna, del Extremadura. Perseveró y por fin triunfó en Valencia, con dos ligas entre 2002 y 2004. Luego se fue al extranjero, algo que entonces era muy osado en España. Fue el primer entrenador español de la Premier. Un pionero, abrió un camino internacional a Torres y Xabi Alonso.

En Inglaterra hizo su segunda casa. Su mujer y sus hijas nunca fueron a Nápoles. Benítez acabó formando parte de la peculiar estirpe de los entrenadores de hotel, quizá su forma más pura y también la más aburrida. Como Irureta o Bielsa, con un punto ermitaño y de anulación personal por el trabajo. Ha estado fuera once años. Los mismos que pasó su padre de botones hasta que se convirtió en director comercial de una cadena de hoteles. Benítez cree en el trabajo, el sacrificio, los números y los ascensos. Seguramente poco en las casualidades, pero lo cierto es que tras batir a Ancelotti en Estambul, el gran momento de su carrera, ahora le quita el puesto que siempre había soñado. Esperando que ahí salte esa nueva chispa, el salto al hiperespacio galáctico fruto de años de algoritmos. Los periodistas italianos dicen que parece soso, pero que es tan listo como Mourinho, o más. Quizá él mismo oculte una chispa que lucha por salir cuando se le sonrojan los mofletes.

(Publicado en El Correo) 

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