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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Italianos geniales (4): Ennio Flaiano

Ennio Flaiano vivió su vida perplejo, sin saber bien de qué iba esto, pero dejando caer frases que muestran que quizá lo sabía mejor que nadie. Este escritor atípico no tiene grandes obras maestras, concepto que le daba pereza, y las que tiene es como si no fueran suyas, son guiones en la sombra de grandes películas. Las esenciales de Fellini, de ‘Los inútiles’ y ‘La strada’ a ‘La dolce vita’ y ‘Ocho y medio’, y otras con Antonioni, Risi o Monicelli. El alma de esas historias de Fellini y de Roma es tan suya como de Flaiano, que era ese periodista desencantado que recorre los cafés de Via Veneto. Aunque era bajito y con bigote, no era Mastroianni.

A Flaiano la realidad le superaba, la sensación de la inutilidad de todo, y apenas aspiraba a pillar alguna esencia con frases certeras que, esas sí, son pequeñas obras maestras. En Italia es el genio del aforismo. Sus reflexiones sobre los italianos son verdades nacionales asumidas y muchas son de uso común: “La situación es grave pero no seria” o “Los italianos siempre acuden en auxilio del vencedor”, o “En Italia nunca habrá una revolución porque nos conocemos todos”. Mi favorita: “El italiano, en su calidad de personaje cómico, es un intento de la naturaleza de desmitificarse a sí misma. Coged el Polo Norte, es bastante serio. Un italiano en el Polo Norte añade de inmediato algo cómico de lo que antes no nos habíamos percatado”. Flaiano llegó a estas conclusiones tras una biografía siempre inconclusa de vagabundeo, múltiples oficios y proyectos inacabados. Nacido en 1910, a los siete años ya sabía escribir un telegrama. Séptimo hijo de un comerciante, vivió de ciudad en ciudad, de colegio en colegio, hasta llegar a Roma, con doce años, el día de la marcha fascista en el tren de las camisas negras. Ya aquello le pareció poco serio. No acabó la universidad y en 1933 le mandaron a la guerra de Etiopía. Luego siguió de redacción en redacción, porque comprendió que el periodismo podía ser un buen lugar donde camuflar sus carencias.

Fue crítico teatral, cinematográfico y literario, con varios seudónimos, en distintas revistas, en muchos periódicos. Empezó de guionista por el dinero en 1943 y escribió un pedazo de la historia del cine italiano. Aún así en 1947 sacó tiempo para un libro sobre sus recuerdos de la guerra, ‘Tempo di uccidere’ (Tiempo de matar) y ganó el Strega, el premio más prestigioso de Italia. “Fue acogido tibiamente. Un crítico dijo que me esperaba en el segundo libro. Todavía está esperando”, recordó luego. No escribió más. Es decir, no escribió más novelas, pero sí muchos cuentos, relatos, artículos, apuntes, diarios. Una continua dispersión. Tiene esta reflexión sobre la ética del trabajo: “Decidió cambiar de vida, aprovechar la mañana. Se levantó a las seis, se duchó, se afeitó, se vistió, disfrutó el desayuno, fumó un par de cigarrillos, se sentó en la mesa de trabajo y se despertó al mediodía”. En el fondo era un poeta de incógnito, encubierto, sin saberlo. “A los veinte años se intenta la poesía, a los cincuenta se piensa que había que haber insistido”, decía. También le fue mal en el teatro. Un amigo suyo lo resumió con una frase que podía haber sido suya: “El fracaso se le ha subido a la cabeza”. Y aún así es de los autores más influyentes y admirados en Italia. En España apenas hay nada publicado. Ahora la estupenda editorial Errata Naturae ha editado ‘Dos noches’.

Viajó mucho por el mundo y eso que no le gustaba viajar, porque creía que la melancolía te persigue allá donde vayas, pero se dejaba llevar. Pasó por Londres, París, Bangkok, Bombay, temporadas en Nueva York. Pasó por España y se entendió con dos almas gemelas suyas, Luis Berlanga y Rafael Azcona. Firmó ‘Calabuch’ (1955) y ‘El verdugo’ (1963). Con todo, tenía una visión de la vida ligera, no grave. Irónica, individualista, anticonformista y apolítica (“No soy comunista porque no me lo puedo permitir”). Fue un feroz analista del ‘boom’ económico italiano y desarrolló un total escepticismo hacia el género humano, mezclado con una sutil piedad: “En cada minoría inteligente hay una mayoría de imbéciles”; “Los días inolvidables de la vida de un hombre son cinco o seis en total, los demás hacen volumen”; “Si los pueblos se conocieran mejor se odiarían más”;  “Cuando la vanidad se aplaca, el hombre está listo para morir y empieza a pensar en ello”; “La homosexualidad para la clase pobre no es un vicio sino un modo de acceder a las clases superiores”; “El hombre muy rico tiene que hablar siempre de poesía o de música intentando crear incomodidad en quienes querrían admirarlo sólo por su riqueza”; “Cuando el hombre ya no tiene frío, hambre y miedo está descontento”. Esta frase ahora se cita mucho: “Dentro de 30 años Italia no será como la habrán hecho los gobiernos, sino como la habrá hecho la televisión”. Era 1970. Quizá la mejor sea: “Ánimo, lo mejor ha pasado”.

Tenía un refinamiento extremo para mirar el alma humana -“En amor los escritos vuelan y las palabras permanecen”- y veía el amor con sorna: “Los grandes amores se anuncian en modo preciso, apenas la ves te preguntas: ¿quién es esta gilipollas?”. O tambien: “Hoy he dejado mi familia porque estaba cansado de sentirme solo”. Laico, racionalista, se casó con una profesora de matemáticas, Rosetta, un matrimonio feliz dentro de la media que duró toda la vida. Pero su propia figura está incompleta, públicamente, sin un secreto íntimo. Su hija Lele nació con una lesión cerebral que la dejó inmóvil y sin habla. Se ocupó siempre de ella. Tras su muerte, en 1972, se encontraron unas notas suyas, anómalas en su estilo, ni cínicas ni desencantadas sobre la relación con su hija. La describía así: “Un amor purísimo”.

 

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