Mañana será un día histórico para la Iglesia católica, igual que muchos últimamente. Por primera vez serán proclamados santos, a la vez, dos papas, Juan Pablo II y Juan XXIII. Además en la ceremonia estarán presentes otros dos, Francisco y el emérito, Benedicto XVI. Es un gran momento de perspectiva para la Iglesia porque, salvo Pablo VI y el fugaz Juan Pablo I, estamos hablando de todos los pontífices del último medio siglo, la fase crucial de la renovación de la Iglesia que marca su relación con la modernidad. Y que ahora está en un punto decisivo con la revolución de Francisco.
El otro aspecto revelador de esta cita es la propia fórmula, la equiparación de los pontífices Angelo Roncalli y Karol Wojtyla en el mismo acto. Es una decisión muy personal de Bergoglio, que les coloca a la vez en el pedestal, como para poner las cosas en su sitio. Se ha saltado las reglas, dispensando a Juan XXIII del milagro exigido para subir a los altares, por una cuestión de tiempos. La la idea de fondo es que Roncalli lleva 50 años esperando y Wojtyla ha pulverizado el cronómetro en ocho, el papa canonizado con más rapidez en la historia. Para el último, Pío X, en 1954, pasaron 40 años.
No sólo hay tiempo en juego, también historia. La renovación de la Iglesia empezó precisamente con el Concilio Vaticano II, convocado por sorpresa por Juan XXIII, el campechano ‘Papa bueno’, en 1959, a los tres meses de su elección. Fue una apertura al mundo de gran proyección que, en realidad, aún se digiere. Pablo VI llevó a término el concilio con muchos sudores y Juan Pablo II, y su mano derecha Joseph Ratzinger, el futuro Benedicto XVI, le echaron un freno que moderó su impronta reformadora. Uniendo a Roncalli y Wojtyla en los altares el papa argentino reivindica su idéntico peso y la validez de sus visiones en una síntesis común. El propio Juan Pablo II hizo algo parecido, un juego de balanzas, al beatificar en 2000 el mismo día a Juan XXIII y Pío IX, el papa más adverso a la modernidad.
Francisco se coloca al final de este tortuoso camino de contrapesos y es, bien mirado, el primer Papa postconciliar, que no participó directamente en el Vaticano II. Pero no se puede decir que no lo vivió: el joven Jorge Mario Bergoglio entró en el seminario con 21 años en 1958, meses antes de la elección de Juan XXIII. Llegaron a la vez, cada uno a su cita con el destino. En aquel momento de intensa vocación Bergoglio seguía atentamente lo que ocurría en Roma, que estaba cambiando la Iglesia. Para aquel chaval argentino Juan XXIII fue su Papa y su revolución fue la suya.
Hay que dar ahora un salto en el tiempo y plantarse en el 13 de marzo de 2013, cuando Bergoglio fue elegido Papa. Para empezar, pensó en el nombre de Juan XXIV, aunque al final optó por Francisco, que es todavía más radical. Esto lo ha revelado el secretario de Juan XXIII, Loris Capovilla, que tiene ya 98 años y es la memoria viviente del papa Roncalli. El nuevo papa jesuita le llamó por teléfono a las dos semanas para saludarle, para sorpresa del anciano cura, y se despidió así: “Rece al papa Juan para que yo sea más bueno”. Capovilla ha dicho sin rodeos que Francisco le recuerda a Juan XXIII desde el primer minuto que apareció en el balcón. Su forma de hablar, su alergia a los formalismos, su aspecto bonachón. “¡Hay que acabar con todo esto!”, se quejó Roncalli ya los primeros días a su secretario ante los besos en los pies y las reverencias. Bergoglio, en otro gesto inequívoco, hizo cardenal a Capovilla en su primera tanda de estos nombramientos.
Francisco se quiere parecer y se parece a Juan XXIII. Su relación con Juan Pablo II, al que sí conoció como arzobispo de Buenos Aires y a quien trató de forma esporádica, la ha contado él mismo, prestando declaración durante el proceso para la canonización de Wojtyla. Ha sido uno de los 114 testimonios recogidos en el expediente. Fue en otoño de 2005, según ha revelado el diario de los obispos italianos, ‘Avvenire’. En una reflexión muy humana, Bergoglio cuenta que la primera vez que estuvo con Wojtyla, en 1979, tuvo “la clara impresión de que rezaba ‘en serio'”. La segunda vez, en 1986, en el viaje de Juan Pablo II a Argentina, “me impresionó su mirada, que era la de un hombre bueno”. En 1994, ya arzobispo, estuvo en Roma en un sínodo y comió con Wojtyla junto a otros prelados: “Me gustó mucho su afabilidad, cordialidad y capacidad de escuchar a cada comensal”. Luego le vio más veces, también de forma personal, y recuerda que en sus conversaciones “escuchaba sin hacer preguntas, sólo al final, y demostraba claramente que no tenía ningún prejuicio”. También admite que su devoción a la Virgen “ha influido en mi piedad”. Siempre le consideró “un hombre de Dios” y, sobre sus últimos años, afirma que “nos ha enseñado a sufrir y morir y esto, en mi opinión, es heroico”.
Al margen de esto es un hecho que a Francisco la canonización de Juan Pablo II le ha llegado ya cocinada, prácticamente cerrada. Es más, el logro casi es que al final se haya retrasado ocho años, frente a las grandes prisas de muchos sectores por hacerla cuanto antes. Benedicto XVI dispensó de los cinco años de espera mínimos para abrir la causa, pero impuso un respeto total del protocolo. La beatificación, el primer paso, llegó ya en 2011. La aportación de Bergoglio a este proceso es, precisamente, emparejarlo con Juan XXIII. El mensaje implícito de hacerlo santo de una vez es ése: ya era hora. Por contraste, la lectura de la canonización de Juan Pablo II puede ser: demasiado pronto.
Hay otras señales que indican una discrepancia en las velocidades de las causas de santidad: con Bergoglio se ha desbloqueado la de monseñor Romero, el arzobispo salvadoreño afín a la Teología de la Liberación asesinado en 1980 por paramilitares de ultraderecha. Francisco se enfrentó a esta corriente, pero ha nacido en Latinoamérica y ha crecido en la opción preferencial por los pobres.
El inmediato periodo ‘post-Wojtyla’ ha revelado pronto algunos aspectos cuestionables que, cuando menos, habrían aconsejado dejar pasar el tiempo para coger perspectiva y calibrar mejor a Juan Pablo II en su contexto histórico. Ése es el sentido, precisamente, de los largos años de espera que hasta ahora requería el reconocimiento de la santidad. El asunto de calado más evidente es el encubrimiento en las altas esferas del Vaticano del fundador y gurú carismático de los Legionarios de Cristo, el mexicano Marcial Maciel. Era un criminal pederasta que vivió a sus anchas, pese a numerosas denuncias, hasta que llegó Benedicto XVI para expulsarle en 2006, al año de su elección, por ser “un falso profeta”.
La operación de limpieza de Ratzinger en la Iglesia y en el Vaticano ha revelado hasta qué punto había graves problemas enquistados por la inercia del largo pontificado de Wojtyla, sobre todo al final, donde su entorno hacía y deshacía. El gran escándalo de la pederastia en el clero, por ejemplo, creció oculto durante años y cuando estalló definitivamente en 2002 en EE UU la reacción de Juan Pablo II fue titubeante, no apoyó la ‘tolerancia cero’ de los obispos estadounidenses. Lo mismo ha ocurrido en el escándalo del banco vaticano, el IOR, a cuyos responsables protegió Wojtyla, y con los vicios y guerras internas que desembocaron en el escándalo ‘Vatileaks’: todo un sistema se resistía al cambio. La histórica dimisión de Benedicto XVI señaló traumáticamente una situación insostenible. Es a Francisco a quien le ha tocado ahora limpiar a fondo el Vaticano.
Otro testimonio interesante del expediente de canonización de Juan Pablo II que ha trascendido en los últimos días es el del cardenal Carlo Maria Martini, considerado hasta su muerte en 2012 la voz más prestigiosa del sector progresista de la Iglesia. Jesuita, como Bergoglio, y promotor de su candidatura en el cónclave de 2005. Martini fue muy claro, y contracorriente, como siempre, según ha revelado el ‘Corriere della Sera’: “Era un hombre de Dios, pero no es necesario hacerlo santo”, vino a decir de Wojtyla. Cuestionó la elección que hacía de algunos colaboradores, sobre todo en los últimos años, el excesivo apoyo a los movimientos -como Opus Dei, neocatecumenales o Legionarios de Cristo- en detrimento de las Iglesias locales y, por la misma razón, el convertirse en “centro de atención, especialmente en los viajes”, eclipsando las diócesis de cada lugar. Por último, opinaba que “tenía motivos para retirarse un poco antes”. En las críticas a Juan Pablo II también hay voces del otro lado, ultraconservadoras, por sus peticiones de perdón, por los actos interreligiosos de Asís o el acercamiento a judíos y musulmanes. En resumen, una figura muy compleja, como su tiempo, pero velozmente santificada. Junto a Juan XXIII es, sin duda, el papa más popular del siglo XX. Francisco es heredero de ambos.
(Publicado en El Correo)
Y para saber más de Juan XXIII:
Juan XXIII, el primer papa moderno
Juan XXIII será santo mañana y no supone una sorpresa para quienes vivieron aquellos años, de 1958 a 1963. Lo es que todavía no lo fuera. La causa no se abrió hasta 13 años después de su muerte, casi los mismos en los que Juan Pablo II va a ser canonizado, pero entonces no había estas prisas por hacer santos. En cambio, los más jóvenes pueden ignorar su figura. Angelo Roncalli pasó a la historia como el ‘Papa bueno’, que es algo raro, como si los demás no lo fueran. Pero el mote tal vez no sea tan paradójico y capta su novedad. Fue un personaje central de los sesenta, como Kennedy o Che Guevara, de popularidad mundial, que humanizó la Iglesia católica y la abrió al mundo. Fue el primer papa moderno.
Son claves sus palabras de apertura del Concilio Vaticano II en 1962: “Debemos disentir abiertamente de estos profetas de desventura que anuncian siempre lo peor, como si fuera el fin del mundo”. Es decir, no tenía una visión apocalíptica de la sociedad. Hablaba de esperanza y de fraternidad con todos, incluidos fieles de otras religiones y no creyentes. El cambio de fase que pegó a la Iglesia dura hasta hoy y sus sucesores han seguido su estela.
Hay que pensar de dónde venía la Iglesia, dos siglos de trastazos con la modernidad y la Ilustración. Gregorio XVI (1831-1846) abominaba de “ese delirio de que todo el mundo tiene derecho a la libertad de pensamiento” y creía que el ferrocarril era un invento diabólico. A Pío IX (1846-1878) le tocó el trauma de perder los Estados Pontificios y se declaró “prisionero en el Vaticano” para luego proclamar la infalibilidad del Papa y el ‘Syllabus’, un documento retrógrado contra todo progreso. Con León XIII (1878-1903) llegaron tímidos cambios, pero los siguientes, Pío X (1903-1914), coronado con una tiara de 529 diamantes, Benedicto XIV (1914-1922) y Pío XI (1922-1939), bastante tuvieron con mantener el timón en un mundo que estallaba.
El predecesor de Roncalli, Pío XII (1939-1958), polémico por su silencio sobre el Holocausto, marca el más agudo contraste. Fue el primer papa de la televisión, pero era una figura hiératica que infundía temor y reverencias. No se le conoce una frase graciosa. Todo lo contrario de Juan XXIII, una mina de anécdotas. A las puertas de los sesenta y ante el vértigo del cambio, el cónclave lo eligió como papa de transición, hasta que se les ocurriera algo. Roncalli tenía 77 años y no iba a durar mucho. Ahí acertaron, pero en lo demás no. Su carácter ya fue una revolución: bonachón, sonriente, comilón, fumaba un paquete al día, no soportaba la pompa pontificia e hizo instalar una bolera en el Vaticano. A veces se escapaba de Castelgandolfo por una puerta trasera con su chófer para dar paseos por su cuenta. Es uno de los papas de origen más pobre, hijo de campesinos y sargento médico en la guerra. Sus detractores le tachaban de simple, pero en realidad era de una sencillez transparente. Impuso la naturalidad, la afabilidad y el optimismo. Le preguntaron una vez cuánta gente trabajaba en el Vaticano: “Aproximadamente la mitad”. Y no era provinciano, sino un hombre de mundo durante treinta años: en Bulgaria, donde estrechó lazos con los ortodoxos, en Turquía, ciudad en la que salvó a muchos judíos durante la guerra, y nuncio en Francia. Terminó de patriarca de Venecia en 1953. Una de sus más célebres anécdotas fue en París, cuando a una recepción llegó una señora despampanante y se hizo un silencio: “No sé por qué cuándo entra una mujer guapa todos me miran a mí en vez de mirarla a ella”.
Pero su gran revolución fue el Concilio Vaticano II, que anunció a los tres meses de ser elegido. No lo vio terminar, pero abrió el camino, aún abierto. Es necesario un salto en el tiempo para comprender su alcance: la Iglesia dejó de tener el monopolio de la salvación, hizo autocrítica, terminó con la misa en latín y de espaldas a los fieles. Juan XXIII puso las bases de lo que ahora es normal: visitas a parroquias, hospitales y prisiones, viajó y salió por primera vez del Vaticano desde la unidad de Italia, encontró por primera vez en cuatro siglos al jefe de la Iglesia anglicana, suprimió las frases ofensivas para los judíos en la liturgia… Otra anécdota de Francia: coincidió en un acto con el rabino de París y éste le cedió el paso, pero Roncalli se negó: “No, no, primero el Antiguo Testamento”. Fue crucial su intervención para aplacar la crisis de los misiles de Cuba y su discurso más famoso no es sesudo, sino una improvisación poética desde la ventana, el célebre ‘discurso de la luna’, la noche de apertura del Concilio: “Volviendo a casa dad una caricia a vuestros niños y decidles: esta es la caricia del Papa”. En Roma la gente todavía se acuerda. El sector conservador de la Iglesia lo había archivado como una rareza simpática, pero subversiva. Francisco por fin le hace justicia.
(Publicado en El Correo)