A Miguel Ángel tuvieron que llevarle a rastras a Roma para que pintara la bóveda de la Capilla Sixtina. Como tantas cosas, esta cumbre del arte occidental nace de rebote y de forma azarosa. Él tenía entonces 33 años, estaba cabreadísimo con el Papa, Julio II, porque le había hecho perder el tiempo con su monumento funerario para luego cambiar de idea, y, sobre todo, y hoy resulta lo más increíble, no había pintado frescos en su vida. Lo suyo era la escultura. Algunos sostienen, incluso, que el encargo fue una jugada de su enemigo Bramante, que habría sugerido su nombre al pontífice para que hiciera el ridículo. Pintar más de mil metros cuadrados, y al revés, fue una pesadilla. Porque Miguel Ángel lo hizo prácticamente solo. Además el Papa desaparecía en sus guerras sin pagarle. El pobre Buonarroti andaba sin un duro y encima la familia le sableaba. Tardó cuatro años, de 1508 a 1512, con el Papa metiéndole prisa, y el 31 de octubre de 1512, hace quinientos años, pudo por fin verla terminada. La historia del arte cambió para siempre.
Hay que empezar por Julio II, un papa que se lo tenía creído: eligió su nombre por Julio César. Quería recuperar el esplendor de Roma, convertir la Iglesia en potencia militar y política. Se pasó más tiempo con la espada que en procesiones, ampliando el estado pontificio. Fue el único papa que conoció Lutero, y ya ven la idea que se haría de la Iglesia con él para hacer lo que hizo. Julio II se había quedado impresionado por la residencia pontificia de Avignon, mucho más vistosa que el Vaticano de entonces. Al ser elegido pontífice en 1503 se puso a ello. Primero, derribó la basílica de San Pedro, de la época de Constantino, y ordenó hacer otra que tumbara de espaldas. Se la encargó a Bramante. Segundo, cambió la decoración de las habitaciones, pues opinaba de su antecesor, Alejandro VI, un Borgia, que era “un judío, marrano, circunciso y sodomita”. No estaban mal, eran obra de Pinturicchio, pero prefirió llamar a un tal Raffaello Sanzio, de 25 años. Todas estas estancias se visitan hoy en los Museos Vaticanos antes de entrar en la Capilla Sixtina.
Es en 1504 cuando interviene el azar, rajando la bóveda de aquella capilla, entonces pintada de azul con estrellitas, moda del Quattrocento. El Papa aprovechó también para remodelarla a lo grande. Pensó en Miguel Ángel, pero el problema es que le había mandado a la porra con bastante razón: se había pasado meses en Carrara entre pedruscos, buscando el material para el mausoleo de Julio II y al llegar a Roma le dijeron que no se hacía nada. Dicen que Bramante, otra vez, había acabado por convencer al Papa de que hacer su tumba era de mal fario. Miguel Ángel, artista temperamental y orgulloso se largó a casa, a Florencia.
Al Papa le costó tres cartas y un año que se le pasara la rabieta, con algunas amenazas. En 1507 hicieron las paces, aprovechando que Julio II pasaba por Bolonia para conquistarla. El 10 de mayo de 1508 Miguel Ángel anotó que había recibido una anticipo de 500 ducados por el encargo de la capilla: “Hoy empiezo a trabajar”. Algunos de los dibujos preparatorios, un total de 26, se pueden ver desde hoy por primera vez en Roma, en una exposición en Palazzo San Macuto, solo hasta el 7 de noviembre.
Miguel Ángel se crecía en la adversidad. Los desafíos que le superaban le atormentaban pero le estimulaban. Tras algunas discusiones con el Papa sobre el diseño, le dijo “que io facessi nella volta quello che io volevo” (que yo hiciera en la bóveda lo que quisiera), contó en una carta en 1513. Es una frase decisiva en la historia del arte, y debe reconocerse a Julio II su intuición en dar carta blanca a un cabezota genial. Miguel Ángel consagra la figura del artista libre, independiente, moderno, que se deja llevar por su imaginación y lleva al límite las posibilidades de la pintura. Toda la fuerza del color resurgió en 1994 gracias a la última restauración.
También es una obra única porque la hizo solo, en una época en que lo normal era contar con talleres de discípulos, que permitían ganar más dinero. Miguel Ángel tuvo al principio colaboradores, pero luego comprendió que era su obra, un mano a mano. Diseñó un andamio móvil con cuerdas, aunque acabó con una tortícolis de caballo. Al bajar “solo podía leer y ver dibujos hacia arriba”, contó Vasari. Además no tenía perspectiva para ver lo que estaba saliendo. El techo estaba cubierto por una tela, para evitar la caída de material en la capilla, que entretanto seguía acogiendo las ceremonias del Papa. Tuvo bajones frecuentes, porque creía que aquello iba a ser un desastre. En 1510 acabó una mitad y se desmontaron los andamios para ponerlos en la otra parte. Por primera vez pudo ver el resultado a 13 metros de distancia, la altura del templo. Las figuras le parecieron pequeñas, y decidió exagerar más. Al final dominaba la técnica del fresco y se desmelenó totalmente.
La Capilla Sixtina también es una apoteosis del cuerpo humano, idealizado en una anatomía que Miguel Ángel había estudiado diseccionando cadáveres. Los desnudos, contra lo que se piensa, no causaron mucho escándalo, eso fue después, con el Juicio Final, terminado en 1541 en la pared del fondo y con papas más mojigatos. Hasta se discutió de ello en el Concilio de Trento y los cuerpos terminaron con calzones, pintados encima en 1565 por Volterra, amigo del maestro, para salvar la obra, pues se la querían cargar. Pasó a la historia como ‘il Braghettone’.
Es más, uno de los aspectos más asombrosos de la obra, y muestra de la libertad de Miguel Ángel, está en la escena de la creación de los astros: aparece Dios literalmente de espaldas, es decir, vemos -ejem- el culo de Dios. “Sí, es inusual, difícil de explicar -ha confesado el director de los Museo Vaticanos, Antonio Paolucci-. Yo me divierto pensando en un guiño como en ‘Amici miei’ (legendaria película sobre las gamberradas de una pandilla de amigos, de Mario Monicelli), con Miguel Ángel que se apuesta con sus amigos: ‘¿Nos jugamos una cena a que en la capilla del Papa pinto el trasero de Nuestro Señor?’”.
Bromas aparte, esta sala mágica, de proporciones idénticas al templo de Salomón en Jerusalén, donde se custodiaba el Arca de la Alianza, que acoge los cónclaves para elegir a los papas, es un espacio de perfección, solemnidad y trascendencia. Tiene algo divino, colosal y terrible. Aunque sea difícil percibirlo con las manadas de gente que lo atascan cada día. Parece una discoteca. Cinco millones de visitantes al año, hasta 30.000 al día, a 15 euros la entrada. Con el aniversario vuelve a plantearse la posibilidad de restringir el acceso al público. El museo estudia un nuevo sistema de climatización, pues el actual tiene veinte años. Si el año que viene no se consigue reducir el polvo, un buen recambio del aire y estabilizar la temperatura, habrá “soluciones drásticas”.
(Publicado en El Correo)