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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Un gran naufragio por un pequeño favor

Un gran naufragio por un pequeño favor. Ése es el título del ‘Corriere della Sera’ de hoy, muy acertado, sobre el desastre del ‘Costa Concordia’. Se parece a aquel famoso y tan redondo del gran apagón de 2003: ‘Cae un árbol en Suiza y deja sin luz a toda Italia’. De nuevo, y como casi siempre en una tragedia italiana, nos encontramos con el absurdo en la raíz de lo ocurrido. Pero a estas alturas, con lo que hemos ido contando en este blog, ya no creo que a ninguno de sus lectores les resulte increíble.

El pequeño favor de esta terrible historia es la decisión del comandante de la nave, Francesco Schettino, que ahora está en la cárcel, de pasar cerquita de la isla del Giglio tocando la sirena porque el ‘maitre’ del restaurante era de allí y porque es el pueblo de un histórico oficial de la flota, y por lo visto existe la tradición, a modo de homenaje, de que cada crucero le salude. Aunque esa noche ni siquiera estaba allí. Es un detalle bonito, que también se hace por los del pueblo, pero se puede navegar a una distancia prudente. Sin embargo el capitán se metió hasta la cocina.

El paso del crucero es un acontecimiento de toda la vida en los pueblos costeros de Italia. Entonces, porque en un crucero ahora ya va cualquiera -incluso yo, como relaté un verano- era un mundo de lujo y luces mágicas que pasaba como un sueño inalcanzable en medio de la noche. Pero en ‘Amarcord’, de Fellini (1973), eran los vecinos quienes se lo tenían que currar y salían a la mar a verlo. A ver el legendario Transatlántico Rex:

 Un favor del estilo del comandante del ‘Costa Concordia’, un gesto humano ajeno a las reglas, una cortesía personal, es el pan de cada día en Italia. Hace posible que un crucero de 4.232 personas se desvíe de su ruta un momentito de forma temeraria por una tontería. Ya he contado aquí que una vez vi cómo se retrasaba 20 minutos la salida de un ferry de al menos 500 pasajeros por esperar a una señora que llegaba tarde. Cuando no tiene consecuencias es algo gracioso, y si la excepción te beneficia a ti es una bendición del cielo, una de esas cosas únicas de este país. El problema es cuando la cosa acaba mal. Se empieza a mirar y suele aparecer la chapuza. Errores de apreciación ocurren en las mejores familias -sin ir más lejos hubo diarios que ni dieron la noticia en primera página-, pero en Italia hay un talento especial para ello, todo un mundo personal de subjetividad. Lo sabían muy bien, por ejemplo, quienes estaban esa noche en la Guardia Costera de Livorno, que desde el principio se olieron que algo iba mal y sospecharon que tenían que vérselas con un elemento de cuidado. El comandante de la nave decía que no pasaba nada y les daba largas, así que empezaron a actuar por su cuenta. Gracias a ellos partió a tiempo la operación de socorro, porque el comandante tardó una hora en reconocer la emergencia.

Es la otra cara de la moneda, la misma pauta de comportamiento que se repite en otros individuos, pero con signo contrario. Desde que empezó el desastre me estaba esperando algo como lo que efectivamente ocurrió: la aparición del héroe. Es alguien igual de loco que el comandante, pero al revés, en positivo, que se juega la vida de forma desinteresada por los demás. Otro favor suicida, para entendernos. Fue el oficial Manrico Gianpedrone, de 57 años, que ayudó a salvarse a numerosos pasajeros pero luego cayó en un agujero y se rompió la pierna. Quedó atrapado durante 36 horas hasta que fue sacado en helicóptero el domingo.

En toda tragedia los medios italianos necesitan un héroe como el aire y, más allá de los tics de la prensa, parece que lo buscan de forma patriótica para poder dar un cuadro completo, que compense el dolor por las torpezas nacionales y redima, en parte, un carácter tan peculiar como el suyo. Es un país de héroes y malandrines.

Una última cosa. Ya sabrán casi todo de este drama, y habrán oído relatos terribles de los supervivientes. Pero les cuento aquí una de las historias más alucinantes que he visto, referida por el ‘Daily Mail’. Se trata del caso de Rosalyn Rincón, anglovenezolana de 30 años, que trabajaba a bordo en los espectáculos de entretenimiento. Su marido es mago y ella es la clásica señorita que mete en una caja y corta sádicamente en trocitos. Pues bien, así estaba en el momento en que el barco chocó con el arrecife y empezó a inclinarse entre el pánico general. Con la cabeza por un lado y las piernas por otro, mientras el mobiliario resbalaba y se estampaba con las paredes. Su marido logró sacarla de la caja enterita y al final se salvaron.

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