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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas de Roma (8)

Este blog cumple tres años, lo hace siempre en unas fechas maravillosas, estas de ahora. Aprovecho como cada año para saludar a los lectores, darles las gracias por su interés y disculparme una vez más por los esporádicos momentos de abandono antes de enredarme en una disgresión de ascensor sobre el buen tiempo que hace. Perdonénme pero alguna vez tenía que pasar.

Cuando empieza el buen tiempo en Roma se produce una transformación asombrosa. La maleza y las enredaderas de las calles, que a veces les dan un aspecto desastrado, se convierten de repente en cascadas de jazmín y buganvillas. Las flores blancas en las paredes y el olor del jazmín, el ‘gelsomino’, son una de esas sensaciones que seguramente no olvidará quien haya pasado por esta ciudad. Las calles y las noches se perfuman y se intuye por primera vez la llegada del verano. Yo en el supermercado siempre busco el suavizante de gelsomino, pero no nos engañemos, no es lo mismo.

Las calles también se llenan de jóvenes norteamericanas con vaqueros recortados y chancletas, aunque no siempre haga calor o, es más, haga un frío que pela. Pero se ve que están viviendo el verano crucial de su juventud, lleno de experiencias intensas en un remoto país europeo. Da algo de envidia. Esto de verse continuamente rodeado de turistas, de gente encantada de no hacer nada, con esa sonrisa tan relajada que pone el perder el tiempo, es algo que en Roma tiene un efecto extraño. Recuerda las vacaciones aunque no se tengan y da una atmósfera festiva a la ciudad.

Estos días son, por otro lado, el momento de la apoteosis del helado, aunque en realidad los italianos los comen todo el año con una adoración extrema. Qué les voy a decir que no sepan, los helados italianos son los mejores. Conozco romanos capaces de hacerse varios kilómetros sólo por ir a la heladería que les gusta, porque en esto hay mucha dedicación. Cada uno tiene la suya, que defiende maniáticamente tras años de exploración. Como en muchos otros campos, destaca una faceta envidiable de los italianos: los helados artesanales resisten bastante bien a la invasión del helado norteamericano reluciente y cremoso, que no obstante no seduce a los italianos de buen gusto, que son muchísimos. Diría que todos si no fuera porque lo desmienten los personajes que pasan por ‘Gran Hermano’, los bares de moda, las fiestas de Berlusconi y cosas así.

Se pueden decir muchas cosas sobre el helado y sería capaz de escribir un tratado aburridísimo sobre la materia. Por ejemplo, son baratos y los heladeros son de una enorme generosidad. Uno puede pedir un ‘cono piccolo’, de un euro, y llevarse una montaña de helado que es varias veces su tamaño y crea problemas de equilibrio. En España, en cambio, se racanea mucho. También es llamativo para alguien de fuera que siempre se combinan, como mínimo, dos sabores, y a veces tres o cuatro. Nadie pide un solo gusto. Y ahí se lanza el heladero a meter varias bolas. Además, al menos en Roma, se regala un brochazo final de nata montada, que es gratis y a mí me vuelve loco. Prácticamente es una bola más, como pueden ver en la foto de arriba. También es curioso que, a diferencia de España, no se valora demasiado el barquillo, que suele ser muy normalito. Parece más bien el objeto para apoyar el helado, no están nada currados. Otro detalle intrigante, pero esto ya es una obsesión personal, es la progresiva desaparición, no estudiada aún por la ciencia, del sabor de vainilla. Apenas se encuentra o pretende sustituirse por el gusto de crema.

Los helados se comen todo el año, aunque haga frío, y suelen ser la continuación ideal de una cena para dar un paseo, porque no se estilan mucho las copas y las eternas sobremesas ibéricas. Y otro rasgo sociológico que a mí me parece muy interesante: el helado humaniza y casi infantiliza a quien se lo come, tiene algo de lúdico y alegría de vivir, y aquí todo el mundo sin excepción los devora. Esto compone un paisaje muy amable que quita hierro a la realidad. Por ejemplo, es normal ver por la calle a políticos, policías, catedráticos o magistrados y otras profesiones serias engulliendo barquillos como niños. Hasta que llegué aquí no me había dado cuenta, pero visto desde aquí da la sensación de que en España un capitán general, un guardia civil o un ministro de Fomento no comen helados o lo hacen a escondidas, por eso de la solemnidad y el decoro.

Naturalmente, en Roma estos días empiezan a cobrar protagonismo sus fuentes. Es una ciudad de piedra con un delicioso sonido de agua de fondo. Se ve por todas partes el famoso ‘nasone’ -‘narigón’, por la forma de nariz del surtidor-, pues hay más de 2.000, y tienen su técnica, que los extranjeros suelen tardar días en pillar. Hasta entonces los ves dejándose el espinazo para agacharse, mojándose los pantalones o poniéndose perdidos de agua. Es una idea sencilla y elegante, uno de esos toques de diseño italianos: el caño tiene un agujero en la parte superior y basta tapar la salida del agua con un dedo para que brote un cómodo chorrito hacia arriba. El romano pasa, coloca la punta del dedo, bebe agua sin que le moje una gota y sigue andando todo fresco. El turista se suele quedar con cara de tonto.

Apenas empieza el buen tiempo se multiplican las huelgas de todo tipo, que siempre, por una mágica casualidad, caen en viernes, de modo que son habituales los fines de semanas de tres días. Cuando no son los transportes son los colegios. Los romanos comienzan a escapar en masa a la playa, para ponerse morenos cuanto antes -la ‘tintarella’- y la ciudad se queda sorprendentemente vacía. El tráfico se reduce, hasta los autobuses llegan a su hora y sólo quedan turistas vagando bajo el sol de forma totalmente inconsciente. El país ya sólo piensa en las vacaciones. Como todos.

Para irnos haciendo a la idea, veamos a Alberto Sordi en una parodia del italiano playero. Es de la película ‘Il seduttore’ (Franco Rossi, 1954), en la que encarna a un cierto estereotipo de italiano que se cree de un magnetismo arrollador, está obsesionado con las tías y, obviamente, con ponerle los cuernos a su mujer.


¡Viva Alberto Sordi! Albertone, romano de Roma, te echamos de menos.

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